Por Jorge Navarrete P. abogado Febrero 10, 2017

Fue por estos mismos días, hace recién dos años, que no se hablaba de otra cosa. Un reportaje de esta revista daba cuenta de un hecho que marcaría el devenir del gobierno, golpeando duramente al corazón del relato progresista, describiendo un caso que —en la mejor de las hipótesis— se relacionaba con el tráfico de influencias, información privilegiada y negociación incompatible. Como si fuera poco, los principales involucrados eran el hijo y la nuera de la Presidenta de la República, la que por esos días hacía uso de sus vacaciones en el lago Caburgua.
¿Era el caso Caval, aunque la denominación “Familia Dávalos-Luksic” hubiera sido más apropiada, tan grave como para literalmente haber volteado a la administración de Bachelet? Mirado con frialdad, y desde una perspectiva objetiva, probablemente no. Sin embargo, una serie de variables, más ligadas a la dimensión subjetiva, lo convirtieron en la peor pesadilla que haya enfrentado un gobierno en estas casi tres décadas de democracia.

En primer lugar, fue un duro golpe a las expectativas. Desde más alto se cae más fuerte, dice el refrán; y no pudo haber sido más inoportuno y desafortunado que se vieran involucrados en este caso los familiares de una mujer que, como fue el caso de Michelle Bachelet, criminalizó duramente el lucro injustificado, que condenó duramente “las pasadas” y que recientemente incluso había afirmado que el futuro de una persona no podía depender de quién fuera su padre o su madre.

Qué distinta pudo haber sido la historia si la presidenta interrumpía sus vacaciones y desde el Palacio de La Moneda hubiera condenado duramente los hechos.

A continuación, el escenario se agravó todavía más con una tenue y tardía reacción de la propia Presidenta de la República. Tal como lo afirmamos en su oportunidad, qué distinta pudo haber sido la historia si ella interrumpía sus vacaciones y desde el Palacio de La Moneda hubiera condenado duramente los hechos, manifestando que nada más alejado de su talante y del carácter que quería imprimirle a su gobierno, de paso pidiendo la renuncia inmediata de su hijo al cargo que en esa época desempeñaba. Años después, Bachelet sostuvo que ella fue aconsejada en un sentido contrario, poniendo sobre la mesa ese ya reconocido recurso de la “intuición que desgraciadamente no siguió”, como también hizo en el Transantiago o con motivo de la reforma educacional.

Tercero, a esas alturas ya el país estaba entrando en un duro debate por los casos de corrupción política, los que aunque inicialmente parecieron afectar sólo a un determinado sector, terminaron por involucrar transversalmente a una significativa porción de la clase dirigente. No sólo políticos, sino también un extenso elenco de empresarios salían al ruedo todas las semanas, teniendo este caso en particular al símbolo del poder económico, me refiero al empresario Andrónico Luksic, el que tuvo que dar explicaciones por su participación personal y la institucional que le cupo al Banco de Chile.

Como si fuera poco, la investigación judicial terminó dando cuenta de la presencia de muy oscuros personajes, los que, en insospechadas trenzas y relaciones, eran partícipes de una trama que superaba la imaginación de los mismos guionistas de House of Cards. La publicación de una de esas tantas aristas motivó un hecho inédito para nuestra democracia y que significó una querella interpuesta por Michelle Bachelet contra periodistas de esta misma revista. Aunque finalmente esta fue retirada, el episodio vino sólo a refrendar el momento por el cual atravesaba la Presidenta de la República, y cómo este caso no sólo marcaría definitivamente a su gobierno, sino que también su vida y legado político.

Es probable que para muchos en el Poder Ejecutivo, estos 24 meses hayan sido una eternidad. Poner al caso Caval como único causante de los males que afectan a esta administración sería no sólo exagerado sino también condescendiente. El más devastador efecto de este episodio fue su condición catalizadora, en cuanto desnudó los peores temores en torno a un gobierno y a las capacidades de su elenco; los graves e inexplicables ripios técnicos y políticos con que se inauguró y que jamás pudo corregir; la efectiva propagación y mayor visibilidad de la corrupción pública y privada; donde finalmente esa figura indestructible, y que parecía impermeable frente a cualquier contingencia política o personal, termina encismada, perpleja y disminuida, frente a una contingencia que probablemente ha motivado más de alguna vez el arrepentimiento por la decisión de volver y asumir nuevamente la primera magistratura de la nación.

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