Por Vicente Undurraga Mayo 4, 2018

Llegó mayo, que como todo escolar sabe (y padece) es el mes del mar. En su ensayo Mis palabras de Chile, en medio de un listado de maravillas y despojos nacionales, Marcelo Mellado escribió: “Las playas espaciosas son una oferta y una promesa para el horizonte del hombre y la mujer que aman… Es impresionante que comamos tan poco pescado”. Lo primero, lamentablemente, es ante todo eso: una promesa. ¡No se puede ni tomar cerveza en las playas! En cuanto al bajísimo consumo nacional de pescado, es muy llamativo, sí, pero no inexplicable. Trucha ley de pesca mediante, a veces ni en las caletas hay pescado fresco. O hay pero más caro que wagyu masajeado. En algunas, incluso, el pescado viene del Terminal Pesquero de Santiago, en una delirante ida y vuelta protagonizada por congrios, merluzas y esa pescada algo maloliente que es el neoliberalismo a la chilena, en el que a camarón que se duerme se lo desayunan los sapos.

Alguien contaba que en la UP además de chancho chino se comió harta reineta en un momento, porque hubo varazón en las costas nacionales. No he podido comprobar el dato, pero es verosímil del mismo modo en que hoy no lo sería: ya no hay varazones así porque apenas quedan peces cerca de las orillas —en algunas partes ni siquiera quedan orillas—. El pescador artesanal ha quedado atrapado en las redes de sus propios pensamientos, mientras los botes sirven para pasear y los remos para pelear con Carabineros a la hora de protestar contra una ley que tiene a la pesca de arrastre industrial llevándose del mar todo menos la sal.

El pescador artesanal ha quedado atrapado en las redes de sus propios pensamientos, mientras que los remos sirven para pelear con Carabineros a la hora de protestar.

Al pobre no hay que darle pescado, hay que enseñarle a pescar, reza un odioso dicho que en todo caso ya ni vale porque, salvo que se encuentre en la pesca milagrosa de una kermés, al chileno medio saber pescar le servirá tanto como a un cubano saber esquiar. El mismo Mellado, en un espléndido diálogo con su hermano Justo Pastor (grabado por Hueders), contó la historia de un pescador sureño detenido por meterse en aguas de un día para otro privatizadas. De paso, Mellado encaraba ahí el dilema ¿mar para Bolivia?: “Le pedimos a Evo que nos ayude. Así como ellos quieren mar para Bolivia, nosotros queremos mar para Chile. Vivimos como si no tuviéramos mar”.

Obviamente, Mellado aludía a la ley de pesca y las célebres siete familias que, beneficiadas por una legislación hecha por encargo, se han hecho la mar de plata arrastrando hasta la última caballa de ese mar que tranquilo nos baña. O nos bañaba, más bien, y aquí llegamos al otro temita: cómo la especulación inmobiliaria y el fervor privatizador, a menudo de la mano de la corruptela local, han ocultado, obstruido o arrebatado nuestras playas, costas y miradores. Hoy la ley obliga a los propietarios de terrenos a habilitar accesos al borde costero, pero estos suelen estar fondeados o simplemente no existen, como Longueira políticamente hablando. ¡Qué diría Arturo Prat si viera cómo esas aguas por las que peleó, hoy están más vacías que discurso del PPD!

Quizás haya que rebautizar nuestra fauna marina entera, y así por ejemplo a un pez glotón que tienda a hundirse solito podría llamársele Longueirín. A los aficionados a nadar en aguas turbias, Orpisillos e Isasillas. A la ballena más grande, la Angelinilla. Al robalo bastaría con ponerle tilde en la primera “o”. Y así. Menos mal que siempre habrá un tarro de atún o jurel.

Estuve en Valparaíso —¡cómo tienen las palomas convertido el edificio de la Armada en su WC!— y al ver desde el Parque Cultural ex Cárcel la cantidad de torres que como erecciones desorbitadas surgen de las dunas en Concón, tuve un terrible presagio: Chile entero era tapiado por un enorme y único condominio de 20 pisos, similar a la famosa ex cárcel porteña. El proyecto, más largo que el tren instantáneo que Parra ideó para unir Santiago y Puerto Montt, había encontrado soluciones de ingeniería para no dejar ni un metro de mar a la vista (salvo a través de siete compuertas de uso familiar). El ingente condominio tenía ventanas sólo hacia el interior del territorio, hacia el oriente, enrostrándole al abandonado océano el muro más grande del mundo (disponible para publicidad naviera) y a los chilenos, en tanto, regalándoles el lujo de mirarse, ya para siempre, todo el día a sí mismos en la amurallada patria. Inmejorable gancho turístico, además: quienes pagaban podían pasearse, de norte a sur y de sur a norte, por la exclusiva azotea del gran edificio mirando aquello que alguna vez fue el mar de Chile y que ahora era el patio de operaciones de siete abnegados clanes. Entre las incontables externalidades positivas del presagio podrían desde ya señalarse dos: los tsunamis no serían más tema ni temor y los fuegos artificiales de la quinta región se lanzarían en la cordillera de la Costa, ofreciendo un espectáculo más portentoso e inclusivo que nunca.

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