Por Pablo Ortúzar, Investigador Instituto de Estudios de la Sociedad // Foto: AFP Mayo 11, 2018

El cumpleaños número 200 de Marx debería invitarnos a reflexiones más sofisticadas que los juicios generales sobre si el alemán “tenía o no razón”, más intelectualmente dignas que achacarle los 100 millones de muertos del comunismo, y mucho más importantes que la ociosa disección de su vida privada buscando incoherencias o pecados.

Este ejercicio, por supuesto, no es fácil, pues no vivimos en épocas históricas diferentes, pero sí en momentos distintos: somos tan hijos de la modernidad como él, pero cargamos la experiencia de 135 de los años más violentos de la historia de la humanidad sobre nuestras espaldas. Hoy somos modernos más por inercia que por convicción, por lo que mucha de la fe que Marx depositó, por ejemplo, en la ciencia o el progreso nos resulta ajena.

Marx, como todos nosotros, es hijo de su tiempo. Y, como suele suceder también, cuando descubrió que algunas variables servían para explicar en parte algunos fenómenos, se ilusionó con la idea de que podrían explicarlos completamente todos. Pero lo que es valioso de su pensamiento no es su exceso, sino lo que logró iluminar con él. Por eso grandes enemigos teóricos de su trabajo han dedicado buena parte de su vida a discutir con su fantasma.

Marx era un burgués: admiraba lo nuevo, vibraba con los avances de la ciencia, rechazaba la tradición, desdeñaba las creencias religiosas y daba total prioridad al mundo urbano sobre el rural. Eligió Londres como residencia porque era la ciudad donde el progreso estaba ocurriendo.

Marx, además, era un liberal: el horizonte que soñaba era de igualdad, libertad y fraternidad. Veía que en el mercado, en el ámbito del intercambio, los individuos eran formalmente iguales, pero que llegaban a él cargando enormes desigualdades materiales. ¿De dónde venían entonces estas desigualdades? De la producción, pensó. Era en esa esfera donde quienes vendían su fuerza de trabajo se encontraban sometidos a la voluntad de quienes eran dueños de los medios de producción, quienes les pagaban sólo lo necesario para sobrevivir, y se adueñaban del valor restante producido por su trabajo. Si el monopolio de la burguesía sobre estos medios terminaba, razonaba Marx, también lo haría la explotación del hombre por el hombre. Si la propiedad sobre los medios era común (eso era el comunismo), seríamos iguales en la esfera del intercambio tanto como en la de la producción. Es decir, finalmente, libres e iguales.

Marx era un liberal: el horizonte que soñaba era de igualdad, libertad y fraternidad”.

Los problemas de esta teoría, que suena muy contundente, no son pocos. El principal de ellos es el de la cuantificación del valor del trabajo: Menger y Von Mises dieron cuenta suficiente de ello en su momento. Sin embargo, más allá de sus defectos, Marx puso la lupa sobre el problema de la explotación laboral: sobre la falta de libertad de los trabajadores en un mundo que proclamaba la libertad como el máximo valor. Y, en sus escritos más tempranos, sobre lo alienante que el trabajo podía resultar para quien lo llevaba adelante: sobre cómo el trabajador de la industria moderna difícilmente se podía identificar con su propia obra. Así, el ser humano alienado se siente libre realizando las labores animales (sexo, comida y sueño), y vive como un animal sometido en el plano donde su potencial específicamente humano puede desplegarse, que es el de la creación.

El filósofo alemán no previó, sin embargo, la sofisticación y masividad que el plano del consumo podría alcanzar, y el rol central que ocuparía en la circulación y reproducción del capital financiero, cuyo peso desplazaría al industrial. Tanto, que la pregunta por la explotación del trabajo pasó a segundo plano respecto a la idea de redistribución del bienestar entendido como acceso a bienes de consumo.

Hoy, como plantea Byung-Chul Han en La sociedad del cansancio, la explotación ha pasado a ser, en la mayoría de los países del primer mundo, un régimen autoimpuesto. Y si antes los aristócratas se ponían al margen de ella, los burgueses de hoy se encuentran tan sometidos al trabajo sin fin como sus empleados. El ocio es mirado con desprecio y la eficiencia es adorada. Se vive para consumir, y se descansa sólo para “recargar baterías” en alguna playa o crucero sometidos a un régimen estandarizado de descanso (recordemos Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer de Foster Wallace).

Es razonable, en este aniversario, leer los Manuscritos Económico-Filosóficos de 1848 y aprovechar de reflexionar sobre el trabajo. Sobre cómo está organizada nuestra vida laboral en una sociedad que no se cansa de repetirnos lo “libres” que somos. Sobre lo pequeños que resultan los espacios para la exploración y la manifestación de nuestra originalidad y creatividad. Sobre el resultado probablemente deshumanizante de ello. Sobre lo brutal que sigue siendo la vida de los más débiles, que sólo pueden vender su fuerza en bruto. Y sobre quiénes están detrás de los bienes que consumimos, y la relación directa que tenemos con esas personas encerradas en fábricas en lugares como Bangladés, Vietnam o Camboya.

Cabe la posibilidad de que muchas de las preguntas y anhelos que tratamos de despejar en el plano del consumo (incluyendo el de títulos universitarios) tengan una mejor respuesta en la esfera del trabajo. Esta pregunta no tendría por qué hacernos marxistas, por supuesto. Pero es distinto no aceptar cierta definición de un problema, o cierta solución a él, que negar su existencia, así como es distinto discrepar de las ideas de Marx que negar el valor de su esfuerzo intelectual.

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