Por César Barros Enero 9, 2010

La sensibilidad progresista ha hecho uso y abuso del tremendo conflicto que implica la relación entre negocios y política. Lo dicen los parlamentarios, los candidatos y hasta la propia presidenta. La verdad es que el conflicto de interés ocurre no por el hecho de que un político sea empresario, sino porque puede ser un hombre sin principios, que no dudaría en satisfacer sus propios y poco legítimos intereses por encima del bien común.

O sea, lo que es condenable al fin y al cabo es el antiguo y conocido pecado capital de la codicia o avaricia. Como decía santo Tomás de Aquino al definirlo: "El hombre que ordena las cosas eternas por las cosas temporales…".

Ahora bien, este pecado capital, como todos los demás, está inserto en la naturaleza humana en general y no en los empresarios en particular: un magnate puede favorecer sus negocios a través de los políticos, corrompiéndolos. Y un político profesional puede corromperse, mal usando a los empresarios para hacer "negociados". Lo hemos visto: los aviones, los tanques y las plantas de revisión técnica. Y de eso no se libró tampoco el ancien régime. Pero a los políticos -sobre todo a los autodenominados progresistas- les gusta lanzar la primera piedra contra los empresarios.

Presuponer que un empresario, por el solo hecho de serlo, vaya a aprovecharse de su cargo para cometer ilícitos, resulta tan peregrino como presuponer que todos los políticos están disponibles para hacer "negociados".

Y con esto vuelvo a la codicia o avaricia. Porque todos los pecados capitales tienen conflictos de interés con la política: o más bien con "el bien común". Y todos debieran estar en la mira del mundo progresista, ya sea de izquierda o de derecha.

Lujuria: A lo Clinton

El primer pecado capital es la lujuria. Claramente, no servía mucho al bien común que el presidente Kennedy "pololeara" con Marilyn Monroe, ni que Bill Clinton lo hiciera con Mónica Lewinsky. Para ambos, los episodios fueron dañinos. En Chile, la izquierda progresista todavía no descubre esta incompatibilidad. Aunque aplicada a sus propias huestes no sé qué tan bien o malparados podrían quedar. Pero los progresistas en general deberían avanzar hacia la condena de una cosa tan contraria con la fe pública y la confianza. La han dejado extrañamente en manos de los conservadores, a pesar de la clara incompatibilidad entre promiscuidad sexual y política, sobre todo en política exterior. Si no, acuérdense de Mata Hari.

La gula moderna: drogas y alcohol

El segundo pecado capital importante es la gula. Que hoy no se expresa tanto en la comida excesiva, como en el uso no controlado o adictivo de drogas y alcohol. La incompatibilidad con la política es manifiesta. Tanto así que ni siquiera ha habido que enarbolarla como bandera de lucha. Recuerdo que el presidente de Ecuador, un señor Arozamena, recibió completamente ebrio a don Jorge Alessandri. Fue un papelón de proporciones para el pueblo ecuatoriano y un disgusto tremendo para el austero don Jorge, que sólo tomaba agua mineral y comía galletas de agua.

Avaricia transversal

El de la avaricia o codicia ya lo expliqué antes, así que para qué hablar más, salvo agregar que se comete en forma más bien transversal.

Pereza parlamentaria

Podemos describir la pereza en su relación con la política, con una frase de Ramón Barros Luco:  "Hay dos clases de problemas, los que se arreglan solos y los que no tienen solución". Razón de más, según él, para no preocuparse por ninguno. No hay razón para pensar que el monopolio de la pereza en política lo tiene la derecha, y que los progresistas son más aplicados. El programa Informe Especial de TVN sobre las costumbres de los diputados muestra un panorama de lo más diversificado. Sin embargo progresistas tanto de derecha como de izquierda deberían esforzarse por desentrañar la oscura relación entre la política y la pereza.

La ira: Guillotinas y paredones

Un capítulo aparte merece la ira: o el sentimiento no controlado de odio, enojo y deseo de venganza: "Ni perdón ni olvido", "momio ladrón al paredón", "que la tortilla se vuelva, que los pobres coman pan y los ricos mierda mierda…". O los que se hicieron famosos en la derecha: "No hay mejor comunista que el comunista muerto", "bien muerto, pero mal matado…".

Pero aquí las fuerzas progresistas revolucionarias de ayer y de hoy, la llevan. Y mal. Partieron con la guillotina en Francia, los gulags en Rusia, los "campos de muerte" en Camboya y el paredón en Cuba. Sin mencionar otras fórmulas para eliminar a revisionistas y burgueses de diferente calaña. Aquí las llamadas fuerzas conservadoras parecen tener una mejor performance histórico que los progresismos de cualquier tipo. Al menos en lo que al número de víctimas se refiere.

La envidia y la alternancia

La envidia es aquello de sentirse bien con la desventura ajena. Y mal con la ventura de otros. Como dicen Les Luthiers: lo importante no es ganar sino que los otros pierdan. La gente envidiosa no debería entrar en la política. Sin embargo, si en alguna profesión florece la envidia, es justamente en la política. De modo que aquí hay otro capítulo para los progresistas genuinos: alegrarse de que el bloque opositor gane las elecciones en buena ley. Nada de "todos contra XX" o eso de desatar el caos si el contrincante les gana por mucho o por poco. Eso le hizo, en su época, la izquierda a Eduardo Frei Montalva. Este tipo de actitudes son "muy poco progresistas" y deberían ser eliminadas definitivamente de la política nacional.

La soberbia de los dictadores

La última y más importante de las contradicciones con la política es la soberbia. El más grave de los pecados capitales. Es la sobrevaloración del yo. La vanidad. Creer que todo lo que uno hace o dice es superior a lo de los demás. No está sólo presente en las fuerzas conservadoras (aunque en ellas este pecado no resulta escaso). También en las fuerzas progresistas. El bienamado ex presidente no lo hacía mal. Tuvo que darse un baño de humildad con el Transantiago y las estaciones del tren al sur. Y a él nadie osaría impugnarlo como ícono del progresismo. Sin embargo entre la soberbia y el bien común -o la buena política- existe una contradicción vital. Y entre la democracia y la soberbia, una distancia irremontable. Los mayores déspotas fueron y serán soberbios por naturaleza: tanto los dictadores de derecha -que las fuerzas conservadoras defendieron en su momento- como las dictaduras comunistas a las que buena parte del hoy llamado "progresismo" rindió culto en otras décadas no tan lejanas. La verdad es que casi todos dimos pie atrás con la caída del Muro de Berlín.

Y como enseña la historia, nadie puede lanzar la primera piedra con ninguno de los siete pecados capitales. Menos aún con los políticos.

* Economista

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