Por Jorge Navarrete P. Agosto 19, 2009

¿Sorprendido por la infografía? Probablemente no. Ya es un lugar común constatar que Chile posee una elite pequeña (por definición, no podría ser de otra forma), cuyas redes políticas, comerciales y culturales se entremezclan en una promiscua parentela. Recurrente también es el argumento de que se trata de un club exclusivo, cuyo ingreso está mediado por una serie de códigos y barreras que no cualquier ciudadano puede sortear.

Una casta endogámica, acusan otros, cuyo talento para reproducirse es sólo comparable a la habilidad para proteger sus históricos privilegios. Con estrategias, discursos e incluso proyectos políticos de la más diversa naturaleza, al final del día siempre están primero los intereses de la familia. Sea para ser digno de ocupar el sillón de O´Higgins, sentarse en el directorio de una empresa o aparecer en las páginas sociales, se requiere una específica credencial cuya obtención está más ligada al pedigrí que al mérito o el esfuerzo.

Qué duda cabe, mucho de cierto hay en estas afirmaciones. Con todo, y revisando este árbol genealógico con un poco más de cuidado -amén de acompañar dicho ejercicio con una predisposición positiva, que supere al resentimiento como reacción inicial- es posible advertir algunos rasgos que resultan contraintuitivos a la tradicional idea que tenemos de la elite.

En efecto, se trata de un grupo menos homogéneo de lo que aparenta, más ligado a la clase media profesional que a la aristocracia terrateniente, cuyo prestigio -y, por tanto, su capacidad de influencia- tiene su origen en el mérito y no necesariamente en la herencia, y cuya trayectoria registra varios episodios que dan cuenta de una conducta más desafiante que complaciente.

Para muestra un botón. En el caso de Eduardo Frei Ruiz - Tagle, por ejemplo, es interesante recordar que su abuelo era un inmigrante suizo, cuyo principal trabajo fue ser contador en una viña de Lontué, el que se emparentó con una familia de provincia  que poco y nada tenía que ver con la aristocracia de la época. En efecto, como recuerda el ex presidente Frei Montalva en sus memorias, las estrecheces económicas de su familia le obligaron a postergar su anhelo de estudiar Medicina y finalmente optó por la carrera de Derecho, con el solo propósito de asumir cuanto antes el sustento de su hogar.

Cuando uno revisa la composición familiar de Marco Enríquez-Ominami Gumucio, a quien se sindica -con excepción del "Ominami" sospecho- como el candidato con los apellidos más vinosos, también advierte cuestiones interesantes para la época. Los Enríquez eran una familia de clase media profesional, asentada en Concepción, de origen radical y masón, cuya vinculación con la política iba a la par con su vocación académica (pienso en el abuelo del díscolo diputado). En apariencia poco tenían que ver con los Gumucio, una familia de tradición católica y conservadora, con la que sin embargo compartieron una gran pasión por lo público y también la convicción de que el prestigio tenía como fuente el mérito profesional como consecuencia de haber estudiado una carrera universitaria.  

Ésa parece también haber sido la impronta del padre del actual candidato de la Alianza, José Piñera Carvallo: ingeniero, economista y diplomático. Su larga trayectoria como funcionario público, especialmente vinculado a la Corfo, fue un ejemplo de dedicación, entrega y, sobre todo, sobriedad.

Traigo a colación el adjetivo "sobriedad", porque quizás es justamente lo que más se extraña en la elite del Chile de hoy. El progreso que experimentó el país durante las últimas dos décadas, también asentó algunas prácticas, que más allá de no ser precisamente motivo de orgullo, explican ciertos males de nuestra convivencia social. Pienso, por ejemplo, en la sobrevaloración del dinero -con el correspondiente arribismo y ordinariez que la caracteriza- como casi única fuente de prestigio social; o cómo el desarrollo e impacto de los medios masivos de comunicación alentó la popularidad menor y el exhibicionismo, en desmedro del rigor, la disciplina o la constancia.

La cultura del éxito pareciera resumirse a la simple ecuación de cómo rentabilizar las ganancias incurriendo en el mínimo de esfuerzo. Lo irritante no es que una persona tenga tal o cual apellido, sino que ésta abrigue la esperanza -la que los hechos, desgraciadamente, muchas veces confirman- de que sólo basta con eso para sortear las dificultades en el ámbito político, profesional o social.

Peor todavía, por supuesto, es que adicionalmente esa elite excluya, postergue e ignore a quienes -pese a sus evidentes méritos y talentos- no tuvieron la fortuna (¡porque no es más que eso!) de ser beneficiados por la lotería que asigna la buena cuna.

A ratos pareciera que muchos andan por la vida como pidiendo perdón por quienes fueron sus antepasados, cuando lo que verdaderamente debería preocuparles es si son merecedores del prestigio que los antecede.  Ésa, quizás sea una buena pregunta para nuestros tres candidatos.

Todo en familia

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