Por Marisol García Mayo 13, 2015

El nuevo trabajo de Kendrick Lamar, To pimp a butterfly, podría haberse quedado sólo con el título de mejor disco de hip hop del año -su ritmo, sus quiebres, la imaginación de sus arreglos y la precisión de sus sampleos son superlativos-, pero vino de pronto la realidad a darle una trascendencia aun mayor. El debate más urgente hoy en marcha en la sociedad estadounidense parece haber sido previsto a principios de año por este rapero de California. Aquí estaba ya casi todo lo que hemos podido deducir de la lucha callejera en Baltimore: el tristemente vigente racismo policial, los estereotipos del análisis en los medios, el fin de la paciencia de los barrios negros, la calle como escenario para que el mundo se entere.

Lamar no se queda sólo en el hastío. Es atrevido también para increpar a los suyos. El single “The blacker the berry”, por ejemplo, es una poesía de autoafirmación contra un destinatario racista y a la vez una denuncia de su propia comunidad: “Me odias, ¿no? / Odias a mi gente, tu plan es acabar con mi cultura, eres perverso. / Quiero que reconozcas que soy un tipo orgulloso / Vandalizas mi apariencia, pero no puedes quitarme el estilo”. Hacia el final del tema se hace mención a Trayvon Martin, el chico afroamericano baleado sin razón hace tres años por un blanco que sólo lo consideró sospechoso. Los violentos incidentes callejeros consecuentes derivaron en lo que el autor considera la hipocresía de una comunidad que se conduele y, a la vez, termina por sumarse a una turba “que mata a un negro más negro que yo”.

El rapero consigue que un disco conceptual sobre un conflicto social complejo -“mayor a mí” - suene a veces bailable y funky, lo cual hace de su música también una hábil estrategia. Allá y acá, la mejor canción política ha tenido siempre un gancho que permite su ancla en las masas. Si la gracia está en teorizar sin pontificar, y en conseguir que la rabia no nuble una propuesta estética fresca, Lamar merece un espacio junto a los más grandes cronistas musicales de su tiempo. No rapea desde el margen: su trabajo ya ha merecido premios Grammy, y este disco en específico salió a tiendas con ventas al tope del Billboard. “Sus discos son como filmes de Spike Lee en miniatura”, comparó Pitchfork, pero, al menos ahora, Lamar lleva la ventaja de la contingencia y de la pertenencia (nunca lo invitarían a la gala del Met). El hoy de ciudades de convivencia interracial e interclases aún sin resolver se comprende y se siente un poco mejor gracias a narraciones como ésta, mezcla de testimonio y ensayo social, de revisión histórica y lectura en caliente. El cierre es con “Mortal man”, un tema de más de doce minutos que repasa los símbolos de su cultura (de Martin Luther King a Jesse Owens), al lograr comparar la liberación mental que permite el rap inteligente con el fin de la esclavitud física. “Me dices que mi canción es más que una canción”, propone allí el músico, y quién podría negar que un disco como éste es mucho más que un disco.

“To pimp a butterfly”, de Kendrick Lamar.

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