Por Diego Zúñiga Enero 6, 2017

Han pasado ya casi 10 años desde que Bon Iver debutara con ese disco hermoso que fue For Emma, Forever Ago. Una década donde la voz de su líder, Justin Vernon

—sus distorsiones, sus falsetes, su calidez—, se fue volviendo única, muchas veces imitada, capaz de transitar desde el folk más puro hasta la electrónica sin mayores problemas, aunque eso recién lo íbamos a descubrir, en parte, con Blood Bank, su sorprendente EP de 2009 y, sobre todo, con Bon Iver, Bon Iver, su segundo disco, que publicó en 2011 y que hasta la fecha era su última entrega: diez canciones donde esa nostalgia invernal y esas guitarras folk de su debut dieron paso a un trabajo mucho más experimental, con los sintetizadores siendo protagonistas y con un juego constante con el auto-tune, convirtiendo esa voz cálida del inicio en una voz más bien oscura y misteriosa.

Por todo eso, quizá, no era fácil intuir qué podía venir después de esos discos tan geniales e impredecibles. Pasaron los años, uno, dos, tres, cuatro. Podíamos volver una y otra vez a esas canciones, porque eran un refugio, sin duda, pero eso no resolvía la incógnita de qué vendría después. Supimos que Justin Vernon tenía depresión, que intentaba grabar un nuevo disco, pero que no resultaba como él quería.

Esperamos y esperamos hasta que, entonces, llegó: 22, A Million, 10 canciones extrañísimas en una primera escucha, que luego se nos vuelven cercanas, pero sin dejar de asombrarnos por lo que ha hecho Vernon: su voz, los sintetizadores, las guitarras casi imperceptibles, el folk que alguna vez fue y que ahora es esta música del futuro o de un presente que ya se parece demasiado al futuro, donde la experimentación es un terreno que se ha convertido quizá también en un refugio. Porque presionamos play y lo primero que oímos es la voz de Justin Vernon

distorsionada hasta ser irreconocible, y entonces dudamos, obviamente, de lo que viene. Pero a medida de que avanzan las canciones, también nos vamos familiarizando con esta nueva apuesta, con esta idea de quebrar la voz y el sonido hasta ser otro, ese otro que es ahora Vernon en este álbum que exige ser escuchado más de una vez para captar sus pliegues y fracturas, que son muchos, y también aquellas zonas en que Bon Iver vuelve a sonar como el Bon Iver que nos deslumbró hace 10 años —en temas como “29 #Strafford APTS” y “00000 Million”— para luego convertirse en el Bon Iver que es ahora, mucho más complejo y exigente. Justin Vernon es hoy, indudablemente, un artista más extraño y particular, que parece haber movido los límites de su talento un poco más allá: puede agarrar una guitarra y hacer un tema conmovedor, puede agarrar un par de máquinas, distorsionar su voz y ser absolutamente contemporáneo; puede hacer realmente lo que quiera. Basta verlo, de hecho, tocando el disco en vivo, como pudimos hacerlo gracias a una grabación que subió la semana pasada National Public Radio a su web, un concierto que dio Bon Iver a inicios de diciembre en un galpón en Brooklyn, donde las diez canciones de 22, A Million suenan impresionantes junto a algunos temas de sus otros discos. Bon Iver está de vuelta, y es un lujo escucharlo en el que es, probablemente, el momento más alto de su carrera.

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