Por Alejandra Costamagna // Jorge Sánchez / GAM Mayo 11, 2018

Cuerpo pretérito. Hasta el 26 de mayo en el GAM.

Los gestos no están protegidos por derechos de autor. No al menos en Chile. Ese resquicio es el que permitió al equipo de Cuerpo pretérito articular una obra que homenajea a La negra Ester sobre la base de citas, residuos y vestigios, sin violar la prohibición legal de reproducir las imágenes, el texto y la música del montaje original del Gran Circo Teatro. A 30 años de su estreno, la actriz y performer Samantha Manzur, con asesoría artística de Rodrigo Bazaes y dramaturgia de Bosco Cayo, presenta una investigación escénica basada en archivos y documentación teatral, que busca traer al presente el espectáculo dirigido por Andrés Pérez a partir de las décimas de Roberto Parra. Pero no es sólo eso. Cuerpo pretérito es un ensayo en escena sobre las fronteras entre la realidad y su reconstrucción ficticia, un montaje dinámico y extremadamente lúcido acerca de los porosos límites del arte contemporáneo.

Los espectadores somos invitados a recorrer en penumbras una sala que, al modo de un museo nocturno, alberga cuarenta y tres piezas en exhibición: luminarias, baldosas, un tocador, vestuario, collares, pelucas, maquillaje, un “relleno de trasero chileno”, un frasco de laca o una colección de gestos heredados y libres de derechos. Vemos así, graficados por un grupo de actores vestidos de negro que se cuelan entre el público y hacen las veces de guías, los rescates de distintas gestualidades propias del elenco original. Los gritos de la prostituta travesti Esperanza (interpretada por Willy Semler en sus inicios), los frenéticos movimientos de ojos del tío Roberto (Boris Quercia) o las muecas coquetas de la negra Ester (Rosa Ramírez). Todas muestras del énfasis corporal que tuvo la obra bajo la batuta de Andrés Pérez. Una voz en off nos va explicando el sentido de cada una de las piezas, hasta que llegamos a la última: un archivo fílmico en VHS. Accedemos entonces a algunos fragmentos de escenas de 1988, sin sonido, proyectadas en una pantalla. Y en paralelo vemos su réplica a cargo de los cuatro actores que son, de alguna forma, una fantasmagoría en vivo.

Lo que viene luego es una suerte de trazado hacia el futuro de los personajes de Roberto Parra. Quién sería la Negra Ester hoy, en qué estarían todos ellos. A partir de un texto en verso libre de Bosco Cayo, que recoge una serie de testimonios actuales, los actores del presente dan un nuevo uso a las piezas de la exposición para narrar una secuela posible, que trabaja sobre esa inagotable gestualidad heredada. Una historia que habla del trabajo sexual en Chile, del sida y del amor en tiempos de candidatos turbios, “lachos sin carachos”, hijos de padres desconocidos y amantes de toda calaña. La frescura y la chispa del texto de Cayo enriquecen este diálogo de épocas cruzadas. Uno de los personajes dirá hacia el final: “Llegaste tarde / ya no estoy vivo / soy un fantasma / un mísero soplido”. Pero tendremos la milagrosa sensación de que estos fantasmas, los de hoy y los de ayer, aún tienen larga vida entre nosotros.

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