Por Álvaro Bisama Diciembre 4, 2015

Jessica Jones es guapa, joven y tiene superpoderes. Trabaja como detective privada en Nueva York. Alguna vez fue alguien, tuvo una vida, fue feliz o algo así. Luego todo se rompió. Ahora apenas sobrevive. Se anestesia con whisky y sexo duro. Toma casos sórdidos, se pasea insomne por barrios oscuros mientras escapa de sí misma, como si la degradación fuese una puerta al olvido. En ella, cualquier heroísmo posible es un hilo delgado a punto de cortarse: los fantasmas del abuso al que fue sometida la acechan mientras dobla cada esquina. Creada por Brian Michael Bendis en su arribo a Marvel a fines de los 90 en el cómic Alias, ahora debuta en su propia serie.

Con Melissa Rosenberg (Dexter) como showrunner y exhibida en Netflix como uno de sus proyectos estrellas de este año, el relato de 13 episodios protagonizado por Krysten Ritter (Breaking Bad) ahonda en esos rincones oscuros que quedaban entrevistos en Daredevil, mirándolos de frente, como un abismo hecho de neones, bares perdidos y habitaciones destruidas. Así, el programa se mueve al límite: Jones es un personaje quebrado, una heroína de novela negra que apenas sobrevive, atrapada en la cárcel de su propio cuerpo. Ritter la encarna con un nihilismo que roza el abandono y eso vuelve a Jessica Jones una serie feroz, al ofrecer a su personaje central como una especie de ejemplo terminal sobre la relación entre sexo, violencia y sumisión. No hay glamour, no hay esperanza acá. Sí, está el universo Marvel de fondo, pero eso es menos que anecdótico porque Rosenberg sabe lo que hace: el show es un policial denso y algo extremo, una fantasía desangelada sobre seres también desangelados, perdidos en medio de la sangre, la ciudad y la culpa.

“Jessica Jones”, por Netflix.

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