Por Nicolás Alonso, Editor revista Qué Pasa // Foto: Reuters Abril 27, 2018

“Pasamos por tanto, durante tantos años. Y siempre fuimos viejos. Pareciera que siempre todo el mundo dijo eso: ‘Nada mal para un grupo de viejos’”.

De esa forma, el argentino Emanuel Ginóbili resume todo. Tiene frente a él a los otros tres héroes de esta historia: el francés Tony Parker, el ala-pívot de Islas Vírgenes, Tim Duncan y, por supuesto,  Gregg Popovich, que un rato antes ha dicho que más que el director técnico de todos ellos, se siente algo parecido a un padre.

“Y siempre encontramos la forma de competir contra las talentosas y jóvenes superestrellas”, continúa el jugador argentino. “Aprendimos a ganar y también a perder. Con clase. Con la frente en alto”.

Los cuatro pilares del equipo más ganador de Estados Unidos en las últimas dos décadas —contando todos los deportes— están sentados en una cancha de básquetol a oscuras, y tratan de explicar cómo lo lograron: cómo ganaron cuatro anillos contra rivales más técnicos, más fuertes, más jóvenes. Cómo lo lograron, pese a ser un equipo de actores secundarios, lleno de  jugadores europeos o sudamericanos, de una ciudad sin luces, aburrida, demasiado ajena a todo como para que una superestrella quisiera unirse a sus filas.

“Eso es casi antiamericano”, dice el director técnico y sus jugadores asienten. “En este lugar se supone que ganar es lo único que importa. Pero ustedes ganan bien y pierden bien. Así debe ser”.

La escena está en YouTube y pertenece al programa Champions Revealed, grabado en 2014, luego de la final en que aplastaron al Miami Heat de LeBron James con un juego que enmudeció a los seguidores del básquetbol en todo el mundo. Una clase de básquet que aún hoy es recordada con un nombre a su altura: el beautiful game de los Spurs. La historia fue así: el año anterior, el poderoso equipo de LeBron les había robado el título en el séptimo y definitivo partido, sostenido por el juego físico e individualista de sus estrellas. La última imagen de esa derrota final, tan trágica como conmovedora, había resumido todo: Tim Duncan miraba desconsolado el festejo de sus rivales, y justo detrás de él, como un diablo viejo junto a su oreja, su técnico le repetía una frase: “Recuerda este momento, recuérdalo todo el año”.

Los Spurs llevaban desde 2001 siendo el equipo más contracultural de Estados Unidos. Y no sólo por  ir a buscar talento a las menospreciadas ligas del mundo, sino, sobre todo, por el rechazo ideológico que demostraban contra el juego individualista del resto de los equipos norteamericanos. Eran unos bichos raros, un plantel europeo en medio del desierto de Texas. Defendían y atacaban en equipo, casi nunca la volcaban, no gritaban los puntos en la cara de sus rivales, no hacían fintas vistosas. Si el equipo iba ganando, el último cuarto lo  jugaban los suplentes. Una leyenda como el argentino Ginóbili ni siquiera partía como titular en los partidos. Y ese desprecio por la cultura de las estrellas y del uno-contra-uno no les salía gratis: las tres finales que habían ganado hasta entonces eran de las menos vistas de la historia de la NBA.

Los Spurs cayeron en su ley: resistiéndose a morir hasta estar bien muertos y jugando siempre en equipo.

Pero no hubo ninguna hazaña más inolvidable, en todos esos años de rebeldía, que lo que hicieron tras perder esa final contra Miami Heat, cuando la prensa los dio otra vez por acabados: extremar su filosofía, desenterrar el básquetbol más purista de la NBA en décadas y enhebrar jugadas con una cantidad de pases alucinante, en donde apenas se podía distinguir quién era el que lanzaba finalmente. De esa forma volvieron a la final, ese 2014, para aplastar al Heat con una lección que deslumbró incluso a quienes solían llamarlos “aburridos”. El propio LeBron, derrotado y fascinado por lo que acababa de ver, declaró que ojalá todos los equipos jugaran como los Spurs.

“Ellos tienen talento, tenemos que ganarles entre todos”, les gritaba Popovich a los suyos. “¡Ellos tienen talento, tenemos que ganarles entre todos!”.

Esta semana, el equipo más contracultural de la NBA, o lo que queda de él, fue eliminado de los playoffs por su antítesis perfecta, el rejunte de superestrellas Golden State Warriors. Las cosas no podían ser de otra manera: Manu Ginóbili tiene ya 40 años;  Gregg Popovich tuvo que abandonar al equipo en medio de la serie, por la inesperada muerte de su esposa; la única estrella joven del equipo, el silencioso y enigmático Kawhi Leonard, estuvo lesionado todo el año. Podía ser, y se sabía, el partido final del equipo más importante de este milenio: puede que Ginóbili anuncie su retiro, como lo hizo Duncan hace dos años, se dice que Leonard quiere salir del equipo, Parker termina su contrato. Y Popovich, el padre de todos ellos, tendrá que empezar la dura reconstrucción de un equipo que conoció la gloria.

Podía ser el último partido de toda esta historia, y los San Antonio Spurs lo perdieron en la última jugada, tal como han sabido perder todo este tiempo: jugando siempre en equipo, resistiéndose a morir hasta estar bien muertos, felicitando al rival después de la derrota.

Sin aspavientos, sin vanidades, sin tonterías. Antiamericanos.

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