Por Vicente Undurraga // Foto: GettyImages Abril 20, 2018

“No es un proyecto de ley que vayamos a patrocinar ni a empujar en el Parlamento. Somos defensores de la vida”. Así, con soberbia nivel Ezzati, respondió la vocera de gobierno, Cecilia Pérez, al ser consultada por el proyecto de eutanasia presentado en 2014 por el diputado liberal Vlado Mirosevic y que hoy el Frente Amplio busca reponer. No, argumentó la ministra, porque “todos conocen cuál es la postura del presidente Sebastián Piñera”. De partida se equivoca Pérez, pues no todos conocemos cuál es en esto la postura del presidente, que en materias valóricas navega, como la barca del leñero chilote de Violeta Parra, según el favor del viento, y no tanto movido por convicciones o, como sería deseable en el mandamás de un Estado laico, por reflexiones.

La eutanasia es hoy una propuesta parlamentaria y sería de utilidad pública que alguien le contara a la vocera que lo propio del Parlamento es, como su nombre lo indica, parlamentar. El gobierno tiene el imperativo republicano de entrar en ese diálogo en vez de ostentar posturas ciegas y sordas, si no mejor que vuelva a cerrar el Congreso como hace 45 años y gobierne, como entonces, mediante bandos. ¿Se deja tocar por la realidad este gobierno? ¿Participan sus miembros en Enades y conversatorios privados pero no quieren conversar lo público?

"El problema empieza, tal vez, cuando el mundo contemporáneo fondea la muerte —si pudiera la negaría—. Pero dadas ciertas circunstancias, lo que cabe es ser promuerte”.

“Hay muchos chilenos pasando por enfermedades dolorosas y le claman a la sociedad una ley que les reconozca su derecho a una muerte con dignidad”, argumentó Mirosevic, cuya alocución, comparada con la de la ministra Pérez, parece un apotegma filosófico. Pero claro, si la derecha no quiere filosofía en la educación, menos la querrá en la política. En Las moscas, la reescritura que Sartre hizo del mito de Orestes y Electra, el dios Júpiter le dice al humano Egisto: “Estás cansado, pero ¿de qué te quejas? Morirás. Yo no”. Se lo dice con envidia pues los dioses están condenados “a danzar eternamente” sobre los hombres, mientras que estos mueren: se liberan de su existencia.

Podemos ser asesinados, morir en un accidente o enfermos en casa, en paz o salvajemente, incluso suicidarnos, ¿pero acaso no podemos, mediando una enfermedad terminal e insufrible y protocolos serios, morir voluntaria y dignamente? Es lo que clama hoy la chilena Paula Núñez, de 19 años, cuya familia subió un video donde ella aparece a duras penas pidiendo —implorando, más bien— que se le conceda morir asistidamente ante las convulsiones y el sufrimiento sin pausa y sin salida a los que su enfermedad la enfrenta. No tomar en serio ese dolor, ese proceso familiar, desatenderlo con arrogancia porque “todos conocen cuál es la postura del presidente”, como si por lo demás se tratara de Sócrates, es de una prepotencia casi sádica. Que Pérez recapacite: es vocera política, no un parlante acrítico. Que oiga a sus socios de Evópoli, que se han mostrado abiertos en esto.

La diputada Maite Orsini (RD) expuso respecto a la eutanasia un punto clave: “No permitirla cuando tan justificadamente se la solicita no es sólo un error en nuestra legislación. Es también una falta tremenda de empatía con el que sufre”. Empatía: de eso se trata. Por lo demás, como escribe Mario Bellatin en ese canto sutil y a la vez demoledoramente convincente a favor de la eutanasia que es su novela Salón de belleza, “de dónde nos han enseñado que socorrer al desvalido equivale a apartarlo de las garras de la muerte a cualquier precio”.

El problema empieza, tal vez, cuando el mundo contemporáneo fondea la muerte —si pudiera la negaría—. Pero dadas ciertas circunstancias, lo que cabe es ser promuerte. El historiador francés Philippe Ariès escribió Morir en Occidente, un libro asombroso que repasa las formas humanas de enfrentar la muerte desde el año mil hasta el siglo XX. Promediando la Edad Media, cuenta, el hombre occidental deja de morir como parte de un destino colectivo y “se reconoce a sí mismo en su muerte: ha descubierto la muerte propia”. Muere por su cuenta. Descontados torturas y credos, nada le impidió al ser humano morir cuando tocaba su hora. Eso hasta hoy en que la moralina provida, la tecnología médica y el negocete hospitalario se conjugan en un arma de doble filo que tanto puede salvar vidas como estropear muertes, alargándolas insensatamente. Es la moral de la sonda, un todo vale vitalista muy maléfico.

Ahora que llegó el otoño, la estación que con sus hojas secas nos recuerda que todo lo que nace muere, que tan misteriosamente como comienza la vida se acaba, cabe preguntarse: ¿hasta la propia muerte nos arrebatarán?

“Se está / como en otoño / las hojas / en los árboles”, dice un poema de Giuseppe Ungaretti referido a la guerra. La guerra que libra un enfermo agónico contra sí mismo no es ajena a ese estado: es un enfrentamiento sin sentido y sin cuartel que a veces simplemente no se quiere dar. Cuando se está a punto de caer, un viento que empuje todo no sólo no tiene nada de malo, sino que es deseable y lícito: que todo termine, y ya.

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