Por Vicente Undurraga // Latinstock Febrero 16, 2018

En el hemisferio sur, en Sudamérica más específicamente, en Chile para decirlo todo de una vez, el verano puede ser aplastante. Tras todo un año de corrido, empezar el nuevo año veraneando es una posibilidad de descanso y recarga de energías, por cierto, de distensión y cambio de aire, pero para muchos representa un martirio callado: la obligación de estar bien.

El calor desatado, la invasión festivalera (Olmué, Viña, Dichato), el Día del Amor, el presupuesto acotado, la manía nacional de veranear como si el mundo se fuera a acabar, haciendo parir ahorros y líneas de crédito, todo eso tiene, por una parte, el sentido celebrable de la dilapidación, pero por otro, constituye una especie de moral vacacional que puede resultar agotadora, cuando no alienante. El verano en Chile, me refiero a enero, pero muy especialmente a febrero, es un tiempo de demasiada expectativa; por lo mismo, puede volverse frustrante o latoso, cuando no derechamente desolador. Tanto chileno tomando charters, jugando y bronceándose, procurando leer lo que no leerá, turisteleando la patria, invadiendo pueblos, ríos, lagos y playas, todo esto sumado a un insistente correlato publicitario termina cansando más que el año mismo.

El horrible horizonte de marzo, además, puede teñir de negro cualquier ánimo. Un banco hizo durante años una campaña en que un personaje insoportable representaba la insoportabilidad de marzo apareciéndoseles en plenas vacaciones a los veraneantes.

Pero hay algo que puede volverlo todo de un negro aún más oscuro: en el verano muere mucha gente. La gran cantidad de gente desplazándose y desatándose hace de la canícula un periodo especialmente proclive a las desgracias, y eso sin contar los incendios y otros desastres siempre inminentes. Ocurren en estas fechas demasiadas muertes violentas, accidentales, imprevisibles, estúpidas. Algunas, con lejana compasión, las vemos pasar —por los noticieros, de oídas, en conversaciones al paso—, otras nos pasan a llevar o conmueven porque conocíamos o sabíamos del muerto, pero hay otras que nos derrumban y desarman, lo cual se ve intensificado en un país que fondea la muerte.

El horrible horizonte de marzo, además, puede teñir de negro cualquier ánimo vacacional”.

Cuando se quiere mucho a alguien y ese alguien está lejos del final natural de sus días y muere de manera salvaje e inmediata, lo que queda es el horror instalado con maletas y petacas en el cuerpo. El shock, el dolor, la nostalgia y el total desconcierto son estados no sucesivos sino enloquecedoramente circulares, a ratos simultáneos, que devastan a cualquiera. Y cuando con el paso de los días crees haber logrado asimilar la noticia, entra la pena larga, y cuando crees que de la mano de esa pena vendrá la resignación y algo parecido a la paz, recuerdas otra vez el hecho mismo con todo su alcance ilimitado, y la incredulidad te vuelve a golpear, abriendo esas “zanjas oscuras en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte” de las que hablaba César Vallejo para referirse al efecto de tales golpes. Con ellos, antes que el vacío, viene un vaciado, una sensación que podría describirse como si, una y otra vez, te pusieran tubos de aspiradora en los talones y te absorbieran, en apenas un segundo, todo lo que hay dentro del cuerpo, lo cual es abismante: marea, te deja aterido, no entendiendo nada, con un nudo en la garganta y otro en la guata, el pecho sofocado, los muslos y las pantorrillas débiles y en las yemas de los dedos un cansancio tibio, lanoso. O sea, te deja en el suelo, de donde hay que pararse a duras penas para enfrentar la realidad (trabajos, comidas, quehaceres veraniegos), que en el intertanto se ha ido volviendo extraña, ininteresante, todo empeorado por un calor de los mil demonios.

La muerte es individual, pero el cuerpo de los que quedan vivos no es ajeno a la descomposición, como si en ese trance se produjese una comunión con el que se ha ido, un encuentro en el futuro. En el campo chileno, antes los velorios eran largos, regados, con lloronas y cantos. En la India el duelo es activo y los vivos se bañan en el mismo río donde arrojan las cenizas de los muertos. Elias Canetti nunca dejó de intentar “un método para alimentar los restos dispersos de los muertos y mantenerlos con vida”. Son maneras de vivir la muerte: hologramas que animan el deseo de recordar, como dice una amiga inolvidable. Acá, en cambio, de tan fondeada que la tenemos, cuando llega la muerte nos desquicia. Es como si nos creyésemos inmortales. Constatar que no, en verano, es especialmente demoledor (“Los inquebrantables —preguntaba Canetti—, ¿cómo lo hacen?”).

Y así pasan los días de verano, entre la alegría obligatoria y la angustia del inminente marzo, acosados por moscas, zancudos, avisos escolares y créditos pre-aprobados. Si se le agrega un calor disparado, como el que hemos sentido este año, es terrible. Y con una muerte trágica como la que a tantos les cae al lado en estas fechas, todo se vuelve simplemente desquiciante.

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