Por Vicente Undurraga // Foto: GettyImages Enero 5, 2018

Cuando éramos niños, mis abuelos nos invitaron a mí y a mi hermano a ir a un fin de semana a Buenos Aires. Sería todo un acontecimiento, una inaudita ampliación del horizonte, y lo fue, pero los abuelos no quedaron tan felices de que los nietos se hayan dedicado allá a buscar Tortugas Ninja y sus accesorios: motos, espadas, un Splinter, todo muy barato. Después, con los años, conoceríamos ampliamente las luces y los callejones de la argentinidad. Y ese primer viaje sería inolvidable igual.

"Comparar el alcance y el interés de la próxima visita de Francisco con la de Juan Pablo II en 1987 sería como equiparar la visita de Charly García con la de Los Pericos”.

Recordé esto al escuchar el otro día a alguien comentar que los argentinos vienen nada más que a devorar en los malls la tecnología y la ropa que el mercado chileno les ofrece a precios infinitamente mejores que allá. Pero el tiempo todo lo cambia y enreda y así es como, últimamente, según consignaba un noticiero hace poco, los argentinos están viniendo en masa “al shopping”, sí, pero extendiendo ahora la estadía para ir a la playa o a Valparaíso, Valdivia, La Serena o a algún campito o a la nieve o, por qué no, quedándose en la capital misma, en algunos de cuyos barrios, como Lastarria o Bellavista, un argentino lo pasa como chileno en San Telmo. Que lo diga si no Fabián Casas: “De todas las ciudades que conozco la que más me gusta en su arquitectura y esencia es Santiago de Chile”.

La inmigración argentina, que ya va para los cien mil seres humanos, le ha hecho tanto bien a Chile como a la selección de fútbol la frecuentación de entrenadores trasandinos. Aportan al espíritu nacional una serie de rasgos que están en las antípodas del nuestro. No se trata de argentinizar el carácter chileno sino, simplemente, de deschilenizarlo un poquitito: los argentinos traen ciertos modos que van licuando la apatía, el cartuchismo, el apocamiento patológico, la mala calidad de las pizzas y otros viejos defectos chilenos.

Ahora bien, aunque crecientes, la visitación y la inmigración argentinas no son algo tan novedoso como la llegada de venezolanos o colombianos. A los argentinos estamos habituados desde siempre: mal que mal, entre ambos países conformamos lo que se ha dado en llamar el culo del mundo. Argentinos en Reñaca en enero, por ejemplo, siempre vimos por montones, con sus patentes negras, sus mates y sus cuerpos aventajados; lo mismo en los negocios discotequeros y hoteleros y moteleros o en el fútbol y la publicidad, para no decir argentinos en las radios y en las librerías: qué sería de tantos chilenos sin Cortázar o Soda Stereo o el tango o la cumbia villera o Héctor Viel Temperley.

Las relaciones, eso sí, han cambiado. De habernos achicado toda la vida (“¿qué hacés, chilenito petiso?”) pasamos a un fugaz agrandamiento a principios del milenio, cuando el corralito dejó a los vecinos en la ruina e ir a Argentina era más barato que quedarse en la casa. Entonces partimos en hordas a comer carne como malos de la cabeza y arrasar comprando ropa o libros o lo que fuera. Y así, de tanto ir y venir, se ha producido el abuenamiento y lentamente han ido quedando atrás las odiosidades y esos chistes en que un argentino denigraba siempre a un chileno (que en otro chiste se vengaba denigrando a un peruano). Ahora el flujo no para: turistas, negocios, cultura, estudiantes, lanzas, marcas, parejas y goles van y vienen. Sólo falta que, ya que ambos países tendrán el mismo color político (pronto empezarán a rimar las protestas de aquí y allá), las embajadas y aduanas se pongan a la altura de las circunstancias facilitando el tránsito. Cruzar los Andes debiera ser tan sencillo como pegar una patada voladora desde la moto lo era para Donatello, la mejor Tortuga Ninja.

Y ahora viene el Papa. Cuando salió humo blanco en el Vaticano y se supo que el sucesor de Ratzinger era un jesuita fanático de San Lorenzo de Almagro, los trasandinos, era que no, festinaron, como lo prueba la “Cumbia papal” de Yayo, que ponía punto no final, pero sí duradero a una rencilla viejísima: “Brasilero, brasilero, qué amargado se te ve / tenemos a Pancho primero, que es más grande que Pelé… / Brasilero, brasilero, qué amargado se te ve / la misa no es con caipiriña / comulguemos con fernet”. Pero hoy ya nadie sabe bien qué pensar de este Papa. ¿Es un buen hombre en la estela de Juan XXIII, al que Hannah Arendt llamó con elocuente asombro “un cristiano en la silla de San Pedro”, o es un truhán? No es tan claro, a juzgar por lo que dijo defendiendo al obispo Juan Barros (“Osorno sufre por tonta”) o por su desafortunada asistencia al funeral del cardenal y arzobispo de Boston, conocido encubridor de abusos. Como sea, comparar el alcance y el interés de su visita con la de Juan Pablo II en 1987 sería como equiparar la visita de Charly García con la de Los Pericos. Es un misterio este Papa, casi tanto como las palabras de un místico argentino al que le oí decir un día: “Nos preocupamos siempre de los puntos de vista, pero yo los invito a considerar las vistas del punto”.

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