Por Vicente Undurraga Diciembre 29, 2017

No es lo mismo la pérdida que la derrota. La pérdida es irremediable y más vale irse haciendo a la idea de ella desde temprano. A perder vinimos a este mundo, no a ganar. Perdemos familiares, amigos, amores. Perdemos cosas, casas. Recuerdos, escritos, olores y facultades. Perdemos capacidad respiratoria, juventud. En su poema más famoso, Elizabeth Bishop insta a “perder algo cada día. Aceptar aturdirse por la pérdida / de las llaves de la puerta, de la hora malgastada. / No es difícil dominar el arte de perder”. Saber perder es el arte del desprendimiento, del escepticismo y de la aceptación.

La derrota, en cambio, es una buena mierda: no tiene ángulo noble o artístico, con suerte una arista pretendidamente edificante. Y es pasajera, aunque alguna muy extrema pueda conducirnos a la perdición. Los chilenos experimentamos este año el sabor a pezuña de la derrota. Cuando nadie lo pensaba, imbuidos en un espíritu triunfalista, lleno de camisetas rojas y cantinelas patrioteras, quedamos eliminados de Rusia 2018. Las razones son muchas, partiendo por la estela de corrupción que dejó Sergio Jadue y por la moral de tragamonedas que sembró Sampaoli. Aunque quizás no haya sido del todo una mala noticia si consideramos que está de vuelta, con bombos y platillos, el exitismo, esa actitud avasalladora que tanto ha dañado el carácter de los chilenos y la imagen que proyectamos en el vecindario.

Experimentamos este año el sabor a pezuña de la derrota. Cuando nadie lo pensaba, imbuidos en un espíritu triunfalista lleno de camisetas rojas y cantinelas patrioteras, quedamos eliminados de Rusia 2018”.

Un 45% de electores han masticado calladamente esta segunda quincena de diciembre la derrota, mientras un 54% ha saboreado ese canapé que adora: el triunfo, la ganancia. Guillier dijo que es en la derrota cuando más se aprende. Palabras bonitas, nomás. La humildad vale cuando se vence, no cuando no queda otra. Ser derrotado puede llevar, en el mejor de los casos y siempre que medie la inteligencia, a repensar lo pensado, fortaleciendo los puntos irreductibles que uno calzaba y sometiendo a revisión todos los demás. Pero, más allá de cualquier pensamiento consolatorio del tipo lo-que-no-me-mata-me-fortalece, lo que queda tras una derrota maciza es, ante todo, una maciza sensación de derrota: la cabeza gacha, la champaña cerrada entibiándose, la moral paseando junto al ánimo por los suelos, la rabia reducida a nada por el desgano y la desidia. Es una sensación que, por suerte, se suele disipar, dando paso a la resignación, a partir de la cual podrán reactivarse la ira, la protesta, la proactividad, el humor, el espíritu crítico, las ganas de volver a competir y ganar. O no.

Y en ese “o no” está la clave porque de esa sensación primera tras la derrota, que se parece a la desesperanza o a la humillación, pero que es otra cosa, queda algo que es muy demoledor. La tentación, aunque sea pasajera, de abandonar las convicciones. De dejarlo todo y tirar la toalla. De hacer como Arquíloco, ese poeta griego que a Bolaño le encantaba citar y que viéndose a punto de ser derrotado abandonó en plena batalla su escudo y arrancó sin acomplejarse por el deshonor. Eso de que mil veces derrotados pero jamás vencidos es sólo una arenga con sonido de premio de consuelo. De la derrota, sobre todo si es contundente (hay derrotas y derrotas), se sale vencido, que es sinónimo de caducado. Claro que de ese vencimiento uno se puede reponer, pero hay un intersticio, un momento, un espacio en esa fractura que da cabida al abandono. A la desmoralización. A la claudicación. Supongo que es por ahí por donde se perdieron personajes como la Flaca Alejandra o Luz Arce, esas mujeres que no pudiendo resistir la tortura abandonaron lo propio y se unieron al enemigo para ir en contra de los amigos, delatándolos y hasta matándolos. Pero quizás esto sea ir demasiado lejos. Quedémonos simplemente en que todo aquel que es derrotado queda al menos un instante en descampado, a la intemperie, sujeto a vientos extraños y oscuros, donde es difícil asirse a algo. Y es entonces cuando uno se ve tentado a desprenderse de toda idea y esperanza y, ya que estamos con poetas, a descreer como descreía ese poeta absolutamente fuera de serie que fue Carlos Martínez Rivas, el gran genio de la poesía nicaragüense del siglo XX que publicó en 1953 un libro de título elocuente, La insurrección solitaria, y que hizo en una de las pocas entrevistas que concedió una maciza defensa del desapego a los ideales. En YouTube puede verse y oírse en la deliciosa pronunciación del propio poeta; en lo que a esta columna respecta, amerita cerrar citándolo en extenso —y muy feliz 2018 para todos—: “No exactamente un poeta sin ideología: soy un hombre sin ideología. Yo jamás he tenido ningún ideal. ¿Qué se puede llamar un ideal? ¿El deseo de qué? ¿De que se forme una corporación de hombres libres, felices, exentos de sufrimiento y de pobreza? No existe. Es imposible en este mundo. No tengo ideas tampoco, porque las ideas son como consignas de la mente. Yo lo que tengo son simplemente pensamientos. Se me ocurren en el día y se me marchitan en la noche”.

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