Por Javier Rodríguez // Desde Londres Noviembre 17, 2017

Una carta, escrita de puño y letra por Syd Barrett, primer vocalista de Pink Floyd, da inicio al viaje. En ese momento, su autor tiene menos de 20 años, comienza en la música y le escribe a su novia con entusiasmo. Le cuenta que la banda de la que es parte compró una furgoneta para transportar sus instrumentos, pero dice que calcularon mal al pintarle el nombre del grupo y que desde lejos no se nota.

Esa carta es la puerta de entrada a Pink Floyd: Their Mortal Remains, la impresionante retrospectiva que, entre mayo y octubre de este año, realizó el Victoria & Albert en Londres, recibiendo a más de 315.000 visitantes, una cifra que la convirtió en la exposición musical más popular en la historia. Antecedentes había: en 2013, el museo montó una muestra similar de David Bowie, que hoy recorre el mundo y que revolucionó el concepto de visitar una exhibición de arte. Porque tanto la de Bowie como la de Pink Floyd están en un espacio gris entre la exposición y un concierto, constituyendo experiencias que se viven con todos los sentidos; que dejan tan agotado como un recital, y cuyas imágenes permanecen tan vivas como los más de 350 elementos que la componen.

Los cientos de manuscritos y libretas de apuntes, sobre todo de Roger Waters, son la muestra de la necesidad furiosa de experimentación, de trascendencia y de la huella de la banda.

Porque Pink Floyd: their mortal remains es un viaje psicodélico a través de la historia de una banda que prefirió siempre el arte sobre la exposición, sobre el dinero. Un grupo que supo sobreponerse a las modas, que sobrevivió a los Beatles, a los Sex Pistols —en el museo hay una réplica de la famosa polera ocupada por Johnny Rotten con la leyenda: “Odio a Pink Floyd”— y que merece un lugar importante en la historia de un género, el rock, que ve cómo poco a poco, con la muerte de sus próceres, comienza a quedarse sin exponentes, sin defensores. Sin herederos a la altura.

La exposición funciona tanto para fanáticos como para no instruidos. Hay elementos fetiches como una Fender Esquire hecha de espejos ocupada por Syd Barrett. Están los inflables de los conciertos de la gira The Wall. Hay videos por todos lados, como ese del mítico concierto que grabaron en una Pompeya vacía, en su quizás más fuerte y menos escuchada declaración de principios; capturas de momentos más cotidianos, como uno de un veinteañero Roger Waters comiendo almejas.

Las típicas cabinas telefónicas rojas londinenses ayudan a no perdernos en el trip: cada una contiene diarios, revistas, recortes de las épocas, de los contextos en los que se grabaron los discos y van dando cuenta de una idea que se hace más fuerte: el presente es cada vez más rápido. Cada cabina está más llena de noticias, más saturada. Todo pasa a mayor velocidad. Y exposiciones como estas son una lucha un poco contra eso: una suerte de reivindicación del rock, de la nostalgia.

Los cientos de manuscritos, storyboards, libretas de apuntes, sobre todo de Roger Waters —la gran cabeza de la banda—, son la muestra de la necesidad furiosa de experimentación, de trascendencia y de la huella de una banda que cruzó todo: la forma de vestir, los medios de comunicación y, sobre todo, la música popular.

La sala dedicada a The Dark Side of The Moon es, probablemente, la más espectacular de todas. Un disco que buscó tratar temas del día a día, problemas del inglés promedio (así lo dicen ellos y los anotan: plata, muerte, violencia, locura, tristeza) y que se combinan con esa banda sonora impresionante, con los gritos de “The Great Gig in the Sky”, con el sonido de monedas de “Money”, con la angustiante tranquilidad de “Brain damage”. Un disco que no hizo ninguna concesión comercial, que se asumía como un fracaso y que hoy, según exponen en la muestra, vende en promedio 7.000 copias a la semana.

Con la salida de Waters en 1985, la banda decayó, y en la exposición se nota. Hay una réplica gigantesca de las figuras de piedra de The Division Bell, que demuestra la intención de seguir con el camino trazado por quien los dejaba, mientras de fondo suena “Learning to Fly”, quizás el mayor éxito de la banda post-Waters, en los intentos de David Gilmour por, otra vez, acomodarse a los tiempos, esta vez a los comienzos de los 90, y entrar al mercado con las power ballads de moda.

Para el final, una sala gigante para que quienes han visto la exposición, en la que se pueden pasar en promedio dos horas, se tiren al suelo en la performance room y vean una presentación en vivo de Pink Floyd cantando “Comfortably Numb”, quizás el mayor himno de una banda que cambió la forma de hacer música, y que, con esta muestra, empieza también a poner en jaque el concepto de montaje y curaduría de los museos de todo el mundo.

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