Por Evelyn Erlij // Foto: Periodista Octubre 6, 2017

La historia es autorreferente pero ilustrativa: viviendo en Barcelona hace un par de años me tocó quedarme en la casa de unos amigos catalanes para cuidar a Barri, un labrador de lo más tierno y, según me dijeron, sumiso e inteligente. Veíamos tele juntos, todo iba bien, hasta que el perro empezó a ponerse nervioso. Se paseaba de un lado a otro, jadeaba como si hubiera corrido una maratón. No se me ocurrió mejor idea que hablarle: ¿Quieres agua? Barri se hiperventilaba cada vez más. ¿Quieres salir a pasear? Barri me empujaba y me pegaba con el hocico. ¿Tienes hambre? El perro no dejaba de dar vuelta en círculos. Me empecé a estresar: ¿Si se supone que es tan inteligente, por qué hace como si le hablara en chino? A los pocos segundos caí en cuenta: el perro no entendía el castellano. Barri sólo entendía el catalán.

Es una anécdota sin importancia, pero la imagen no se aleja mucho del diálogo de sordos que está dándose en España por estos días: Madrid está hablando en castellano y Cataluña, en catalán. Los dos idiomas están unidos por sus raíces latinas, es cierto, pero cualquier hispanohablante que haya escuchado a algún residente de Lleida o Tarragona se sentirá tan perdido como Barri. El bilingüismo es la norma en todo el país ibérico, pero la incapacidad de conversar entre las comunidades autónomas y el gobierno español hace pensar que hasta hoy no son capaces de hablar el mismo idioma: el caos ocurrido en Barcelona tras el referéndum es el resultado de una historia de sorderas, cegueras e incomprensiones.

"El independentismo es un tema omnipresente desde hace demasiado tiempo como para haber sido ignorado. ¿De verdad nadie podía predecir que esto iba a ocurrir un día?”

Mientras 2,3 millones de catalanes —un 40% de la población con derecho a voto— expresaba su opinión sobre la independencia en las urnas, el presidente del gobierno español, Mariano Rajoy, en un arranque muy trumpiano, desafiaba la realidad y afirmaba: “No ha habido un referéndum de autodeterminación en Cataluña”. Cada cual secuestraba como quería el léxico político: para unos, la democracia era ejercer el derecho legítimo y fundamental de votar; para otros, era respetar las instituciones y el Estado de derecho. Los medios españoles hablaban de violencia desatada en las calles y los medios catalanes difundían videos de manifestaciones pacíficas siendo aplastadas por la Policía Nacional y la Guardia Civil.

Una reflexión apropiada al caso: el historiador francés Marc Ferro escribió en su último libro, titulado La ceguera, que el mundo actual cuenta con un ejército de expertos, cientistas políticos, analistas internacionales y teóricos que interpretan y explican el más mínimo acontecimiento y que podrían adelantarse a los hechos históricos. Basta con preguntar a cualquier catalán y apretar la tecla sensible para iniciar el debate: el independentismo es un tema omnipresente desde hace demasiado tiempo como para haber sido ignorado. ¿De verdad nadie podía predecir que esto iba a ocurrir un día? ¿De verdad Rajoy no podía prevenir hace años el desastre sentándose a dialogar con las autoridades catalanas?

Citando al escritor barcelonés Miqui Otero, todo se resume en una cita trastocada de Bugs Bunny: ¿Qué hay de viejo, nuevos? El catalanismo no es una obsesión de unos pocos separatistas con olor a naftalina y azufre: es una realidad que desborda las antiguas definiciones de nacionalismo. En las manifestaciones no había sólo ancianos defendiendo la lengua local o el baile de la sardana. Había jóvenes, intelectuales, inmigrantes, refugiados; imagen de un fenómeno que la socióloga Montserrat Guibernau ha llamado un “nacionalismo cosmopolita”. Un nacionalismo nuevo, propio de estos tiempos de globalización.

En entrevistas callejeras, muchos manifestantes defendían la independencia aludiendo a razones económicas más que culturales, pero a estas alturas, en que la violencia enturbió todo, poco se saca con tratar de entender las razones del referéndum. Por un lado, Rajoy aniquiló toda posibilidad de diálogo al ordenar la represión policial, y por otro, Carles Puigdemont, cabeza del gobierno catalán, anunció una declaración de independencia unilateral. El rey tampoco pidió sentarse a conversar y la Unión Europea está atada de manos por una contradicción: “Con la ferocidad con que España defiende los Estados nacionales, ¿es necesario explicar el fracaso de Europa?”, apuntó en Facebook el dramaturgo catalán Pablo Ley.

Como escribió en su editorial Màrius Carol, director del diario barcelonés La Vanguardia, lo que está ocurriendo en Cataluña es la derrota de la política, es decir, el fracaso de una sociedad incapaz de discrepar. El filósofo francés Jacques Rancière plantea que una comunidad política es un espacio común en razón de su misma división: el disenso no es el conflicto entre los intereses o las aspiraciones de diferentes grupos, escribe, sino una diferencia en términos de sensibilidad. El problema de Cataluña, a estas alturas, no es sólo la falta de diálogo. Es también que, entre tanta violencia y ánimos enardecidos, el tema de la independencia se volvió demasiado sensible.

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