Por Álvaro Bisama // Escritor Septiembre 22, 2017

Creo que era Anthony Burgess quien sugería, de la mano de uno de sus personajes (un narrador de ciencia ficción), que había que leer Diario del año de la peste (1722), de Daniel Defoe,  como si fuese una novela fantástica, una novela que hablaba de la extinción y el fin del mundo. Burgess se preguntaba por el sentido de lo humano en medio de esas condiciones terminales pues, a fin de cuentas, aquella era la única aventura que valía la pena. Era una idea interesante. Burgess hablaba de eso en Fin de las noticias del mundo (1982), que era a la vez una parodia de la ciencia ficción de catástrofe como una reflexión importante sobre su sentido moral.

Dios nos odia a todos,  de Patricio Jara, recién editada por Emecé, vuelve sobre esa pregunta, sobre qué queda del hombre cuando todo lo que tiene ha sido borrado, qué sobrevive de un ciudadano en medio de un paisaje arrasado. Novela histórica, se narra acá la destrucción de la primera Antofagasta, a comienzos de la segunda mitad del siglo XIX, producto de la peste negra.  “Tanto muerto hubo repartido por la ciudad que a ciertas horas del día los vapores se confundían en un vapor espeso. Ni la brisa marina era capaz de removerlo (…) Viajeros de paso por la costa corroboraron esta observación diciendo que había una nube ocre —o bien púrpura, verdosa e incluso amarilla— que se extendía de extremo a extremo sobre la ciudad”, anota, mientras narra la devastación de un mundo por medio de la llegada de un barco podrido con la enfermedad, el fracaso de cualquier solución médica, la paranoia religiosa, los cuerpos caídos en las calles, las fosas, la ausencia de compasión y el bombardeo e invasión que chilenos, bolivianos y peruanos ejecutan para borrar la ciudad y la plaga del mapa.

"Antofagasta arde, los cadáveres se apilan en las calles y las tumbas no dan abasto, pero hay una pareja que se encuentra ahí, en medio de la peste”.

El relato funciona a partir de un acercamiento progresivo. Si en la primera mitad se narra cómo la peste avanza hasta devorar casi todo; en la segunda se relata la vida de una pareja (Elena y Lucio) que no es infectada y cómo trata de sobrevivir hasta antes que llegue la destrucción total. Pero Jara no es sentimental: si la relación de Lucio y Elena está teñida por el silencio y el estoicismo ante el horror, la narración del avance de la enfermedad está marcada por el humor negro y el delirio. Ahí caben cuerpos que explotan, asesinatos de gatos, penitentes vestidos de blanco, máscaras medievales; como si la catástrofe de la peste negra fuese una sola, una pesadilla cultural que se arrastra a través de la historia, actualizándose una y otra vez. Por ahí aparece Un artista del Hambre de Kafka (citado en la versión del escritor nortino Mario Bahamonde, según se apunta en una nota al final del relato) pero también las letras de bandas de metal extremo como Carcass y Brujería, que son citadas tanto como profecías o partes forenses.

Jara es un experto en esos juegos. Sus libros están llenos de héroes improbables, casi siempre silenciosos, atrapados por el vértigo de acontecimientos muchas veces delirantes, que miran con distancia, pero también con un profunda ternura, casi siempre por medio de una prosa cuidada de todo ripio, tan tensa como compasiva. Ahí caben tanto el productor que protagonizaba Antipop (2016) como un Arturo Prat que lucha contra la muerte en Prat (2009), así como los freaks entrañables de Quemar un pueblo (2009) o los relatos colectivos que aparecen en los dos volúmenes de Pájaros negros, su personal historia del metal en Chile. Que el título de la novela cite un disco de Slayer (banda a la que Jara le dedicó el libro Read in Blood, del año pasado) da cuenta de la profundidad de su proyecto, que piensa a la novela como parte de la cultura popular, acaso una tradición con que está en permanente tensión y diálogo.

Esa tensión le da sentido al libro: la condición histórica de la novela es apenas una cáscara que en la obra se sacude casi de inmediato pues lo que importa acá es preguntarse por las coordenadas de nuestro imaginario del desastre.  Por lo tanto, Dios nos odia a todos es un libro sobre el presente pues habla de un país donde los terremotos, los incendios y la inundaciones asolan el paisaje como un apocalipsis permanente mientras se pregunta sobre cómo se configuran las comunidades que habitan ahí, sobre en qué consisten los cuentos que los chilenos se relatan a sí mismos sobre el desastre. Así, en su descripción ficcional de la destrucción de Antofagasta yacen a la vez el infiernillo criollo del Espelunco de Lastarria en Don Guillermo (1860) pero también las primeras páginas de Ídola (2000), de Germán Marín, donde el narrador avanza por un Santiago devastado por un terremoto. Es quizás una tradición secreta de la que nadie se ha ocupado porque entraña la descripción de mundos donde cualquier lógica o sentido común se ha perdido para ofrecer una realidad devorada por la locura y el miedo, por la violencia y la deformidad. Espejo del horror y la bondad de los ciudadanos, pueden leerse ahí nuestras paranoias y miedos de modo transparente: el miedo al otro, a lo desconocido, a lo que no se puede comprender y, por lo tanto, aceptar.

Jara indaga en esos imaginarios para deteminar su condición fundacional: el país está construido sobre ellos, son el murmullo secreto agazapado detrás de la historia oficial. Antofagasta arde, los cadáveres se apilan en las calles y las tumbas no dan abasto, pero hay una pareja que se encuentra ahí, en medio de la peste. Una ciudad se destruye, pero se funda otra a partir de la intimidad de Lucio y Elena. No tienen mucho, salvo a sí mismos y unos cuantos piojos. Con eso basta;  no se requiere más para fundar un pueblo o un país, parece decir Patricio Jara.

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