Por Andrea Lagos A. // Editora Qué Pasa Septiembre 22, 2017

• La noche de la pistola David Carr
Editorial Libros del K.O. (España).
A Chile llegará en noviembre impreso a locales independientes como Nueva Altamira, Metales Pesados, Lolita y otras. Precio estimado $ 27.000. Digital en www.amazon.com y www.bookdepository.com

Esta es una antimemoria. Las memorias son un género que suele escribirse para limpiar la imagen del autor o intentar explicar una verdad parcial, como todas.

El periodista David Carr (1956-2015), en cambio, escribió la antítesis. Acalló sus recuerdos antojadizos e incompletos y publicó el resultado en crudo. Lo que quedó, The Night of the Gun (La noche de la pistola), fue publicado en EE.UU. el 2008, con su autor vivo y en la cúspide de su carrera como redactor y columnista de The New York Times. Tuvieron que pasar 8 años para que apareciese la versión en español del aplaudido ejemplar. Ahora Carr, una leyenda del periodismo, ya no está. El 12 de febrero del 2015 se desplomó en la misma sala de redacción. Tenía sólo 58 años. Una neumonía derivada de un cáncer al pulmón que sufría, lo tumbó.

Murió en su ley. Adoraba lo que hacía.

Su gran producto fue la columna de los lunes: “Media Equation”. Esta cruzaba crítica e información sobre medios de comunicación con tecnología y el uso de nuevas plataformas y redes sociales. Además de genial en el punto de vista, “Media Equation” estaba repleta de buen reporteo.

 

Referente

Hijo de una familia blanca de clase media del medio oeste de EE.UU., en 1974 entró a la universidad. Fue el tiempo en que el presidente Richard Nixon se sentó en la oficina oval y renunció a dirigir el imperio. Con el fantasma del impeachment rondándolo, el mandatario cortó por lo sano y abordó el helicóptero en el jardín de la Casa Blanca para jamás volver. Para Carr fue inspirador el trabajo de The Washington Post. Dos reporteros de ese diario, apoyados por los dueños, desenmarañaron el escándalo Watergate y los ilícitos de Nixon y de varios de sus subordinados en el gobierno. Hijo de su tiempo, Watergate direccionó a Carr al periodismo inquisitivo y poco obsecuente con el poder. Por eso, su lugar natural terminaría siendo, a partir del 2002 y hasta el día de su muerte , el “Vaticano” del periodismo anglo: The New York Times. Jamás terminó de felicitarse por acceder a trabajar allí. Escribió antes para The Atlantic Monthly, el New York y editó Washington City Paper.

libroRespetado por sus pares, es famosa la escena que muestra al periodista, alto y desgarbado y con voz rasposa, entrevistando a un grupo de hipsters, los fundadores de la plataforma independiente de noticias, Vice News. Shane Smith, cocreador, le dijo ese día a David Carr, a propósito de un reportaje (de Vice) sobre Liberia, la pobreza y el canibalismo, que el NYT “está dedicado sólo a sobrevolar temas tan locales”. Siempre circunspecto, Carr aguantó la respiración, aguzó su lengua y con la mordacidad y ligereza que se leía en su columna semanal, lo aplastó:

—¡Detente. Un momento! Antes que ustedes siquiera pensaran en enviar gente allí (África), nosotros teníamos reporteros cubriendo genocidio tras genocidio. Sólo porque se pusieron un maldito casco safari y miraron algo de caca (mierda), no tienen el derecho a insultar lo que nosotros hacemos (en el NYT)—.

Ese fue un instante glorioso que se viralizó en el mundo del periodismo y los medios. Un párale de un grande a unos talentosos novatos que se arrogaron las credenciales de haber dado a luz al periodismo de calidad.

 

Armas

La noche de la pistola desentierra los demonios que Carr optó por exhibir: todos los de su vida antes de los 32 años. Los años en que trabajó en publicaciones en Mineápolis ( Twin Cities) y reporteaba drogado, alcoholizado, e incluso alguna vez traficó para pagar su dependencia tan onerosa.

El libro no es la historia de redención de un adicto que sale a flote libre de culpa. Es más crudo. Es sólo el relato, sin maquillaje alguno”.

Esos fueron los años previos a convertirse en un hombre que tenía una casa, un buen empleo en el New York Times, una mujer e hijos viviendo con él.

En los años pre NYT, esos de las fiestas interminables, una noche de San Patricio, borrado con whiskey irlandés y líneas de cocaína, fue enfrentado por su jefe en la revista en que laboraba. Este le dio un ultimátum: desintoxicación o despido. Optó por lo segundo y lo celebró en grande. La noche acabó peleándose con un amigo. Carr recordaba que este lo había recibido en su casa apuntándole con una pistola. En la serie de entrevistas que realizó para escribir sus antimemorias, el amigo lo retrucó: “Nunca he tenido un arma –dijo-. Quizá eras tú quien la tenía”.

Carr comprendió que sus recuerdos no eran de confiar y decidió ultrainvestigarse, contrastando versiones distintas de amigos, compañeros de trabajo o de sitios de desintoxicación, ex jefes y ex parejas. Su ex novia, la madre de sus gemelas, a quien golpeaba, fue otra fuente. Su mujer hasta el fin de los días, otra entrevistada. Su historial médico y policial también alimentó La noche de la pistola.

“Cuando empecé a llamar a gente y a preguntar en voz alta por qué el detalle que mejor recordaba era el que parecía más falso , el pasado cambió”, anotó.

Tuvo que recurrir a sesenta personas y a centenares de papeles. Todo lo aglutinó en 19,3 gigabytes de un disco duro,

Encontró amigos que recordaron que él sí tuvo una pistola, pese a que habría jurado que jamás tocó un arma.

Una vez apaleó a un taxista, le administró crack a la madre de sus mellizas el día del parto (en la mañana), y los servicios sociales le quitaron a sus hijas por un tiempo porque los dos padres eran unos yonquis.

Se dio cuenta de que pasó cinco veces por rehabilitación. Y no cuatro como una vez imaginó.

El último y definitivo tratamiento lo inició una noche de frío y viento en que abandonó, a la intemperie, a sus hijas en el coche para meterse coca en las narices. Esa tarde prometió que no sería un mal padre. Sin embargo, las niñas tenían 8 meses y no pocos días, como él recordaba.

Todos y todas las que hablaron no habían sido sus víctimas ni corrompidos por él. Darse cuenta fue un alivio. No era una colección de seres inocentes que habían sido dañados por su actuar. Muchos eran sus justos pares en los desaciertos.

La noche de la pistola es un gran reportaje autobiográfico. Memorias, pero repletas de post its con tachones.

Sus adicciones del pasado y su recaída posterior en el alcohol. Otra tacha.

David Carr utiliza el método periodístico, es decir, el de la verificación, ante cada uno de sus recuerdos. El libro no es la historia de redención de un adicto que sale a flote libre de culpa. Es más crudo. Es sólo el relato, sin maquillaje alguno.

“Repasar mi historia ha sido como arrastrarme sobre cristales rotos en la oscuridad. Yo les pegaba a las mujeres, asustaba a los niños, agredía a desconocidos, y era un mentiroso y un tramposo crónico con tal de obtener la siguiente dosis”, escribe.

La obra maestra de David Carr es la sucesión de la caída y de la redención en el más dedicado reportaje que escribió el periodista. Ese con cada detalle que él jamás aceptó olvidar o que fuese inexacto.

“Hoy tengo una vida que no merezco, pero todos pisamos esta tierra con la sensación de que somos un fraude. El truco es dar las gracias y confiar en que la aventura no termine pronto”. Así terminó sus días. Es la última línea del reportaje sobre su existencia partida en dos vidas.

Relacionados