Por Alejandro Zambra // Escritor Septiembre 1, 2017

¿Cómo es posible que en Chile exista un chocolate llamado Golpe?
Eso me preguntó, hace casi veinte años, un amigo francés.
Estoy inventando al amigo francés. Siempre invento amigos, no siempre franceses. Mejor empiezo de nuevo:

Hace casi veinte años, en la vitrina de un kiosco de Irarrázaval, vi por primera vez la palabra golpe impresa en el envoltorio de un chocolate Golpe. A ver si se entiende: yo sabía, por supuesto, de la existencia de ese chocolate, que me gustaba casi tanto como el Super8 —y mucho más, por supuesto, que el Kilate—, pero nunca había pensado en esa desagradable coincidencia. ¿O no era una coincidencia? Me quedé en esa esquina como una hora, perplejo, mirando o fingiendo que miraba los titulares de los diarios mientras decidía, con estúpida solemnidad, que nunca más comería un Golpe. Me gustaría decir que es la decisión menos importante que he tomado en la vida, pero la verdad es que he tomado cientos o miles de decisiones harto menos importantes.

Entiendo que el chocolate Golpe fue lanzado en 1990 o en 1991, aprovechando una Teletón. Creo recordar el comercial, aunque quizás eran dos comerciales, dos versiones del mismo guión, una con y la otra sin Don Francisco. En ambas el consumidor le pedía al kiosquero un golpe y en vez de un combo en el hocico recibía de vuelta el flamante chocolate. No recuerdo si en la versión con Don Francisco él era el kiosquero o el consumidor. Quizás hacía ambos roles, por qué no.

Decir que no me acuerdo significa, claro, que no lo encuentro en YouTube. Pero sí encuentro otro viejo spot de tomas muy rápidas, donde obreros, atletas, ancianos, guaguas y hasta unos inverosímiles charros mexicanos posan felices con sendos golpes, mientras de fondo suena una letra bien precaria (“en un chocolate excepcional/ una oblea podrás encontrar...”), metida a la fuerza en la melodía de “The Entertainer”, de Scott Joplin. La referencia es conocida, pero vale la pena explicarla: “The Entertainer” es la pieza central del soundtrack de The Sting, la película protagonizada por Paul Newman y Robert Redford cuyo título pudo traducirse al español como “el timo” o “el engaño” o “la estafa” o bien “operación encubierta”, pero que finalmente conocimos como El golpe y que fue uno de los mayores éxitos cinematográficos del año —acabo de enterarme de este dato— 1973...

"A comienzos de los 90, para muchos chilenos el golpe de Estado parecía más lejano y menos gravitante de lo que parece ahora”.

En fin, está difícil escribir esta columna sin incurrir en esas predecibles asociaciones o en esos juegos de palabras que, a fines de los años ochenta, deben haber fascinado a los publicistas y a los ejecutivos de la por entonces chilena empresa Dos en Uno. ¿Cómo eran, a todo esto, esas reuniones? Imagino los momentos cruciales, cuando tocaba decidir el nombre del producto, quizás en 1988, semanas antes o después del plebiscito. Pienso en algo al estilo de Mad Men, pero se me cruza la sonrisita servil de Darrin Stephens, el de La Hechizada, y ahí me quedo. Imagino a los ejecutivos perfectamente terneados, fumando, celebrando, felices. ¿A nadie le pareció que aludir al golpe de Estado era, al menos, un poco mala onda?

En la onomástica de los chocolates abundan diminutivos como Sapito, Trencito o Negrita, guiños aspiracionales como Privilegio o Prestigio (o acá, en México, el Carlos V, que es “el rey de los chocolates”), pero también hay productos con nombres medio misteriosos, como el Super8, para no ir más lejos (se conocen varias teorías al respecto, algunas bastante peregrinas). Golpe, en cambio, no es un nombre misterioso, para nada: querían edulcorar la palabra, rellenarla con caramelo y cereal crocante, bañarla en chocolate. Querían quitarle violencia, aunque bautizar un producto con ese nombre, por supuesto, era un hecho sumamente violento. Supongo que ahora a nadie se le ocurriría ponerle así a un chocolate. A comienzos de los noventa, para muchos chilenos el golpe de Estado parecía más lejano y menos gravitante de lo que parece ahora.

¿Y era rico el Golpe, de verdad? Tengo uno en el refri: un Golpe y cinco Super8. No hay, en esta historia, un amigo francés, pero sí un amigo mexicano, que se llama —juro que este es su verdadero nombre— Bolívar, un tipo encantador que vivió en Valparaíso cuando niño y que adora los Super8. Cuando Bolívar supo que iría a Santiago, me prometió que si le traía cinco Super8 nos regalaría un sillón (que harta falta que nos hace). Trato hecho. El día antes de volver a México, en un kiosco de Providencia, compré los Super8 de mi amigo y también, pensando en este posteo, un solitario Golpe. Viajaron todos bien fondeados en la maleta y llevan unos días en el refri, en compañía de una jícama y cuatro chayotes.

Tomo el Golpe, le quito el envoltorio. Recuerdo que antes tenía forma cilíndrica; ahora es un largo rectángulo, la forma convencional de una oblea bañada en chocolate. Me lo zampo de una vez, me como en cinco segundos el chocolate de la transición, que está bueno, pero ni tanto, y que me sabe a poco, lo que es peligroso, porque ahí están, completamente disponibles, los Super8 de mi amigo. No quiero hacer locuras, necesitamos ese sillón: llamo a Bolívar y le cuento que le traje sus cinco Super8, pero quiero comerme uno. Sólo uno, responde, con recelo.

Está rico el Super8, me encanta, es delicioso, mucho mejor que el Golpe. Comparado con el Super8, el Golpe es una mierda.

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