Por Álvaro Bisama // Escritor Septiembre 29, 2017

Vuelves sobre las Décimas autobiográficas de Violeta Parra cada cierto tiempo. Es un libro que te intriga, que te llama la atención, que te demuele. Es un laberinto, una confesión, un ajuste de cuentas. No sabes exactamente cuándo fue escrito. No está claro el momento exacto, como tantas otras cosas dentro de esa leyenda. Sabes que fue redactado en un momento de los cincuenta. Su hermano Nicanor dice que en el año 58 las décimas ya estaban escritas. El libro se publicó por primera vez completo el año 1970. Ella ya estaba muerta. De un pistoletazo, dice Nicanor. Su hijo Ángel prefiere usar otra palabra: estampido, dice. Ella habla del libro en alguna entrevista del mismo modo en que más tarde grabará algunos de sus poemas como canciones. Así, todo lo que es poesía se vuelve música. Todo lo que es literatura se convierte en vida. Porque eso es lo que te pasa eso cuando lees a Violeta Parra y las décimas: ciertas fronteras se rompen, se quiebran. Por eso, te parece un libro asombroso, mejor que gran parte de las novelas de aquella época pues es una narración que no quiere parece tal cosa; son los apuntes de una vida hilados como viñetas donde quien habla trata de encontrarse a sí misma en medio de su propio verso, usando la rima como una especie de escudo, como si fuese alguien que alardea en una pelea que sabe que va a perder.

La literatura de Violeta Parra es la del movimiento perpetuo, está hecha de los aprontes de una fuga que nunca termina”.

Más allá de esa pelea está la muerte, está el olvido. Entonces lees las décimas. Recuerdas lo que decía Nicanor al final del libro de conversaciones que hizo Leonidas Morales, ese deseo de que su hermana escribiese una novela, de que fuese prosista. Morales discute con él ese punto. Nicanor habla de la carta que ella dejó al matarse pero también de esa novela jamás escrita. La literatura se mezcla con la tragedia mientras conversan. De nuevo: el racconto posterior con pistas del suicidio, el tiempo sobre el que no se puede volver para evitar la sangre.

Pero la novela está ahí, está dentro de las Décimas…. Nicanor dice que no pero sí, está ahí. Está tejida con ese puñado de viñetas, con esa vida que se exhibe a la intemperie. Está en la imagen de una niña enferma que baja de un tren y que pierde la piel y las uñas mientras contagia a un pueblo completo. Está la genealogía familiar. Está el detalle de cómo su padre, profesor de provincia, se hunde en el alcohol después de que Ibáñez lo ha despedido. Está la muerte del padre y luego la de un niño. Están el velorio del angelito, que ella reproduce completo porque quizás ahí, en esos cantos y ceremonias perdidas donde el mundo de los muertos conversa con el de los vivos en claroscuro hecho de luto y guitarras, un lugar sagrado que existe en la fiesta, en el centro del corazón de lo olvidado, en la música de los fantasmas.

Pero hay más. Las décimas son una biografía escrita en el descampado, no hay casa posible ahí. La literatura de Violeta Parra es la del movimiento perpetuo, está hecha de los aprontes de una fuga que nunca termina, de proyectos truncos (matrimonios, parejas, simulaciones de vidas posibles), de viajes a la deriva. Porque en las “Décimas…” la geografía de Chile está hecha con su cuerpo, la memoria del territorio está construida con su angustia. Ella va y viene. Se pierde. Fracasa, se empeña, busca algo. “En fuga no hay despedida”, dice. “Camino por un momento/las calles a la sin rumbo/veo qu’ estoy en el mundo/sin más que’l alma en el cuerpo/¿Qué fue de tanto estrumento/de tanta y tanta bandera?”, dice.

Es una escritura asombrosa,  traslúcida y atroz. Es posible entender por qué a Neruda no le gustaba, según Nicanor. Es lo opuesto a la voz del Nobel chileno. Violeta no viene a hablar por la boca muerta de nadie, no es un fantasma. Es un cuerpo lanzado hacia delante, que apenas se sostiene pero que sigue en marcha. En ese sentido, las “Décimas…” son lo opuesto al “Canto General”, a esa historia de los objetos y del mundo que traza Neruda, que quizás es el “fulano muy famoso en poesía” al que ella se refiere al comienzo del libro, cuando está “muda, triste y pensativa” y duda si va a ponerse a hacer memoria o no. Esperas que sea así aunque haya entremedio palabras de buena crianza: Neruda prologará a Violeta cuando el libro aparezca, con un poema malísimo escrito en un auto que va de Isla Negra a Casablanca.

Puros lugares comunes, eso piensas cuando lo lees pues te parece que Violeta tiene más sentido ahora que la obra completa de Neruda, que la poesía de ella es frágil pero está viva, una obra donde no hay distancia entre la carne y la palabra, entre la lengua y la experiencia, porque no hay paz posible salvo en su escritura, que ella espera que dé “calma a lo a los tormentos del alma”. Pero también porque pocos libros que has leído confrontan a la muerte con más ferocidad que el de las Décimas…, pocos libros luchan a brazo partido contra ese último enemigo ante el que nunca cede porque está ahí expectante, porque se ha posado y cambiado su propio cuerpo, porque se ha llevado a su padre y a su hija, porque ella misma lo ha sobrevivido una y otra vez.  “Sus dientes son un molino/ pa’ triturar al mortal/ el satanás caníbal/que puebla los horizontes/ profundidades y montes; /la muerte es un animal”, escribe.

Esa rabia es quizás lo que más te impresiona, es lo que más respetas: la imposibilidad de ceder, la ausencia de resignación, como un objeto contundente, como un palo con clavos. Lees a Violeta Parra y sientes eso. “El estilo es el vómito”, anotó Enrique Lihn y las décimas son puro vómito, carecen de cualquier consuelo, de calma; están escritas in medias res pues hablan de una vida que aún no termina, porque aún faltan más dolor y más viajes y más heridas abiertas y más canciones y más cicatrices. Las Décimas… componen así la fotografía de una bomba nuclear suspendida en el aire, avanzan con la velocidad de un tren que aún no choca con otro. Esa tensión está en ellas. El dolor. El estampido. La novela que no es novela. El arma cargada que aún no se dispara pero cuya amenaza late ahí porque tiene la belleza del claroscuro de esos velorios de angelitos que son quizás su modelo secreto: esa única ceremonia posible en un territorio en penumbras donde solo una voz destemplada puede quebrar la oscuridad y hacer una  celebración de la vida en medio de un paisaje que es el imperio de la muerte.

 

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