Por Evelyn Erlij // Periodista Agosto 11, 2017

Para la política chilena, la crisis en Venezuela es más que un melodrama cargado de ideología: es una suerte de espejo trizado en el que se refleja nuestro propio pasado.

No sólo de petróleo vive Venezuela: además de producir ídolos del romance tropical como el “Puma” Rodríguez, Franco de Vita y Ricardo Montaner, la nación caribeña ha exportado algunas de las telenovelas más populares de la historia. El mejor ejemplo es Kassandra (1992), ganadora del récord Guinness por ser el culebrón más visto en el mundo y éxito absoluto en Europa del Este, donde, según dicen, fue un bálsamo durante esa maraña inextricable conocida como Guerra de los Balcanes. Desde que el chavismo llegó al poder, por allá por 1999, la industria de las comedias (en lenguaje de señora) cayó de 12 producciones a una o dos por año, pero es cosa de ver las noticias para deducir que ese país aún despierta sed de melodrama: en Chile, al menos, la crisis de Venezuela se convirtió en la teleserie favorita del mundo político.

Es como cuando todos veían Fatmagül o El sultán y alcahueteaban los episodios nuevos: senadores, diputados, ministros, candidatos presidenciales y periodistas locales comentan cada entrega del drama venezolano como si fuese un culebrón, como si todo se redujera a un héroe contra un villano y a una sola pregunta capaz de resolver el misterio: ¿el régimen de Nicolás Maduro es democracia o dictadura? El debate ha aparecido en medios de todo el mundo, pero en el contexto chileno hay algo que hace ruido, algo que remite a lo que el investigador Alexander Wilde, experto en Derechos Humanos, llama “irrupciones de la memoria”, es decir, hechos que asaltan la conciencia nacional y evocan un pasado político todavía presente.

La tesis es simple: cuando en Chile se habla de la crisis en Venezuela se hace desde la historia propia, estallan problemas semánticos irresueltos y arden heridas por las que aún escurre el pasado político. Es cosa de oír a Hernán Larraín, senador de la UDI, preguntarse qué gobierno “se toma los tribunales, clausura prensa, persigue periodistas, encarcela opositores, busca cerrar el Congreso y aplasta movilizaciones”, o basta con escuchar a Giorgio Jackson decir que Venezuela es una “democracia procedimental, restringida e insuficiente”, y al periodista Daniel Matamala reprocharle el “mismo doble estándar de la vieja izquierda chilena”.

La cuestionada elección de la Asamblea Constituyente y el ataque a una base militar en Venezuela abrió una nueva temporada de esa teleserie política: para la derecha chilena —que al hablar de dictadura se pasea sin pudor por un salón de espejos—, Venezuela se convirtió en una bandera para exigir una suerte de empate moral; para la izquierda, los discursos del chavismo son el renacer de un léxico desactivado de un paradigma vencido en el que tenía sentido hablar de pueblo y lucha de clases. El lenguaje saca a la luz lo que se quiere ocultar de forma deliberada o inconsciente, escribió el filólogo alemán Victor Klemperer, y las lecturas que desde Chile se hacen de la crisis venezolana hablan de un melodrama irresuelto: el culebrón de nuestra propia historia.

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