Por Evelyn Erlij Agosto 4, 2017

Antes de que la fama cebara a Elvis o, dicho de otra forma, antes de que se convirtiera en un mofletudo del rocanrol, sus deportes favoritos eran consumir fármacos legales y besuquear a niñas en sus conciertos. Un día de 1970, arriba de un avión con destino a Washington —y en pleno delirio narcótico—, decidió sumar otros dos hobbies a la lista: perseguir comunistas y ser un agente antidrogas encubierto del FBI. Tomó un papel y garabateó: “Querido Señor Presidente, soy Elvis Presley y lo admiro y Siento un Gran Respeto por su labor... Me encantaría conocerlo sólo para saludarlo si es que no está muy Ocupado” (las mayúsculas, que quede claro, son del Rey). Aterrizó y partió él mismo a dejar la nota a la Casa Blanca.

Elvis y Nixon se juntaron esa misma tarde, y aunque al político le parecía una aberración tener al músico pavoneándose con sus trajes estrafalarios por la Oficina Oval, la visita era una estrategia de marketing perfecta. Presley, pensó, podía servirle para ganar la simpatía de los jóvenes —que lo tenían harto con las protestas contra Vietnam— y para liderar una campaña antidrogas que tenía como eslogan Get High on Life, algo así como “Vuélate con la vida”. La historia es conocida (hasta existe una película, Elvis & Nixon) y la moraleja también: si la política es el arte de la persuasión,  no hay mejor forma de vender un mensaje que poniéndole el rostro de una estrella.

"En el extranjero, Macron ha sabido posicionarse como la antítesis de Trump, es decir, como un presidente cool, como un showman con clase”.

El matrimonio entre el showbiz y los votos en Estados Unidos se remonta a los años 30, cuando el republicano Frank Merriam usó a Hollywood de plataforma para ganar la campaña de gobernador por California. Como Elvis & Nixon —en ese entonces dos poderosos de capa caída—, la política y la industria del entretenimiento se dieron cuenta de que se necesitaban mutuamente. Peor aún, asumieron que no podían vivir la una sin la otra. El resultado de esa simbiosis fue que la política se convirtió en un show y el show se convirtió en política: ahí está John Wayne cazando comunistas en la era McCarthy o Ronald Reagan, actor de cine B, convertido en presidente.

En Estados Unidos es la norma, y ya a nadie le hace ruido que un antiguo showman de realities como Donald Trump dirija hoy la Casa Blanca. Dicen que Nixon perdió contra Kennedy en 1960 porque el primero tenía aires de alcohólico y el segundo de galán de cine, y aunque nunca hay que subestimar la inteligencia de los votantes, lo cierto es que la inserción de la imagen fija y en movimiento en la esfera política cambió para siempre la forma de gobernar. Un buen candidato es ese con el que dan ganas de tomarse una cerveza, dice el historiador francés Thomas Snégaroff, especialista en el país donde Arnold Schwarzenegger fue gobernador de California. ¿Qué progre cool, por ejemplo, no querría echar la talla con Obama en un bar?

El modelo de la política-espectáculo ha sido exportado a casi todo Occidente con más o menos talento —en la tele chilena tuvimos a Piñera bailando Thriller y a Evelyn Matthei tocando “Let It Be” en el piano—, y si en Canadá existe un primer ministro, Justin Trudeau, que muestra los pectorales como si fuera el Brad Pitt del G8, en Francia hoy gobierna Emmanuel Macron, el jovencito de esa película tan solemne y sesuda que es la política gala. El hombre que construyó el relato de su campaña en torno a la figura del presidente-intelectual —hizo su tesis en Maquiavelo y Hegel, y fue ayudante del pensador Paul Ricœur— se acaba de dar cuenta de que la filosofía —acaso la intelectualidad con aires de café parisino— no vende: tras perder 10 puntos de popularidad, no le quedó otra que sacar el comodín del showbiz invitando a Bono y a Rihanna al Palacio del Elíseo.

Sus enemigos —que a estas alturas son muchos— lo acusaron de practicar una “diplomacia de la farándula” el mismo día en que suprimió 136 mil euros de ayuda al desarrollo. Su tendencia a cargarse hacia la derecha a pesar de prometer una política de centro, además de los recortes y el aumento de impuestos, han dañado su imagen local, pero en el extranjero Macron ha sabido posicionarse como la antítesis de Trump, es decir, como un presidente cool, como un showman con clase. Su momento de gloria llegó el 14 de julio, cuando invitó al mandatario estadounidense a un acto en el que una banda militar tocó un medley de Daft Punk, el dúo francés de música electrónica.

La gracia no cayó muy bien en un país donde el Estado es una religión, la palabra política es sagrada y los símbolos del poder republicano todavía son adorados. No es raro que los dos ex presidentes que cayeron en la vereda de la farándula, Nicolas Sarkozy y François Hollande, hoy sean dos de los personajes menos queridos de la política francesa —el primero explotó su relación con Carla Bruni en la prensa rosa, y el segundo fue descubierto yendo en scooter a la casa de su amante—. Es cosa de leer los medios locales para darse cuenta de que la movida de Macron es peligrosa: en Francia, lo único que tienen en común pop y política son sus primeras sílabas.

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