Por Evelyn Erlij // Periodista y corresponsal en Europa Julio 7, 2017

Hace tiempo que no nos veíamos. ¿Me extrañó?
—Se me cayeron algunas lágrimas, sí, pero por fin estamos aquí.
No es el diálogo de dos amantes seniors que no se tutean, sino, en realidad, el comienzo de una de las 12 conversaciones que tuvieron el cineasta Oliver Stone y Vladimir Putin, el hombre más glacial de Rusia —por redundante que suene—, el líder más temido del planeta. Stone estalla en una carcajada coqueta mientras Putin le sonríe con encanto: hay flirteo, hay química entre estos dos hombres, quizás los más varoniles del cine y la política mundial. “El poder hace a la gente magnética. Hay una tensión sexual muy fuerte en él. Por eso es intimidante”, dice el director en un debate del canal France 3, donde se acaba de exhibir su serie The Putin Interviews.

Stone, autor de documentales sobre Fidel Castro y Hugo Chávez, es la voz poderosa de la izquierda en el cine de Estados Unidos: hizo Pelotón (1986), Wall Street (1987), JFK (1991) y varios otros clásicos taquilleros; ganó dos Oscar a mejor director, y de ser un cómodo insider se convirtió en un outsider, en una falla en el sistema, en una punzada en las tripas de Hollywood. Desde esa izquierda formateada y algo cliché —esa que le perdona a Fidel cuatro décadas sin elecciones— se volcó a los temas políticos, como Nixon o George W. Bush. En 2015 le tendió la mano a Putin y por dos años no se la soltó: se conocieron, se cayeron bien y empezaron a conversar frente a una cámara.

"Stone adula, rebate poco lo que le dice Putin. Pero ¿desde cuándo a un cineasta se le exige el rigor ético del periodista?”.

Hablaron de todo, desde la obsesión del líder ruso por su cuerpo, el judo o su familia, hasta de Chechenia, Ucrania, Siria y el caso Snowden. La prensa convirtió a The Putin Interviews en un evento mundial porque nadie antes, menos un estadounidense, había entrevistado tan largo a Vladimir Putin. Se esperaban confesiones jugosas, secretos políticos, mucho kompromat (como se llama en ruso a las revelaciones comprometedoras), pero aparte de algunas salidas vergonzosas —como el presidente diciendo que no tiene malos días “porque no es mujer”—, el documental fue para la mayoría un escándalo. “Una carta de amor irresponsable a Rusia”, según The Daily Beast; “adulaciones y poco escepticismo”, para The New York Times.

El periodista rusoamericano Masha Gessen reclamó que el documental es cualquier cosa menos una lección de periodismo, y dijo que el cineasta es un “entrevistador inepto” por no sacarle a Putin nada que no haya dicho antes. Medio mundo esperaba un enfrentamiento tipo Frost/Nixon, esa derrota moral televisada en la que el periodista David Frost torturó tanto a Richard Nixon con preguntas, que el ex presidente de Estados Unidos terminó casi haciéndose un harakiri en pantalla tras el caso Watergate. Stone adula, no contrapregunta, rebate poco lo que le dice Putin. La pregunta es: ¿desde cuándo a un cineasta se le exige el rigor ético del periodista? ¿Quién dice que cine y periodismo son disciplinas permutables?

Flashback al documental: Putin lleva a Stone a sus tres oficinas y, al entrar en la primera, el cineasta ve una TV donde aparece el mandatario en primer plano. “Se ve bien, podría ser una estrella de cine”, le dice, y le roba una sonrisa. El director sigue su instinto y le pide que actúe: debe entrar a una sala con dos tazas de café luego de oír “¡acción!”. Putin avanza hacia la cámara con un rictus coqueto; su cadencia es masculina; sus pasos, fuertes y viriles. Y, de repente, uno cae en cuenta: Stone se dejó seducir por el villano de la película.

The Putin Interviews no es periodismo, es la fascinación de un cineasta por un personaje titánico: Putin, con sus pectorales fornidos y su mirada cortante, es el antihéroe perfecto, el antagonista ideal de un presente en el que el viejo maniqueísmo de la Guerra Fría sigue operando —o se está con los buenos (Estados Unidos) o se está con los malos (Rusia)—. Putin es el sueño de cualquier guionista de serie: está en alguna parte entre Don Draper y Frank Underwood y, por ello, Stone no es más que un director encandilado por las posibilidades narrativas de uno de los protagonistas más fascinantes del thriller geopolítico mundial. En pantalla, Putin construye su leyenda, esculpe su imagen, pule la efigie de sí que quiere dejar instalada en la historia.

Escucharlo contar su versión de la anexión de Crimea, de la guerra con Ucrania u oírlo hablar sobre cómo Rusia sigue siendo víctima de los ataques de Estados Unidos es una lección de retórica “nivel Dios” (como se diría en lenguaje meme), y aunque se le reclame a Stone ser cómplice de la propaganda rusa, el documental es bastante más complejo que un panfleto: Putin es un problema hermenéutico, un enigma que los espectadores deben descifrar leyendo entre líneas. No basta con lo obvio, con reducirlo todo a su defensa a Stalin o a sus salidas contra los homosexuales.

A la larga —y esto es lo escandaloso—, uno se rinde frente al misterio y el encanto de un personaje perverso, tal como pasa con los villanos de la tele. Las series, con sus personajes cubiertos de sombras más que de luces, nos enseñaron que la vida no es tan simple como el bueno de Rocky versus el malo de Iván Drago (que, sí, también era ruso). ¿Es culpa de Oliver Stone que nos gusten los antihéroes? No. Mejor empuñemos la mano y golpeémonos el pecho.

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