Por Vicente Undurraga // Editor literario Julio 14, 2017

El domingo pasado se vio frente a La Moneda a un contingente de militares armados. Pero a no alarmarse: no fue un ejercicio de enlace ni un boinazo sino un acto de memoria. Porque a los militares también les gusta recordar. Bueno, ciertas cosas: en junio de 1974 Pinochet decretó el Día Oficial de la Bandera en conmemoración de la Batalla de la Concepción, ocurrida el 9 de julio de 1882. También, en junio de 1974, Pinochet oficializó mediante decreto de ley la existencia de la DINA, pero eso ya no lo celebran ni en la agonizante Punta Peuco.

Así que lo del domingo era la ceremonia de juramento a la bandera de los nuevos uniformados. En el acto se izó la Bandera Bicentenario, esa cuyos 27 x 18 metros ondean en plena Alameda y que fue instalada en 2010 por Piñera, que en la ocasión obsequió una de sus más famosas piñericosas: “Es la misma bandera con que hemos ‘cubrido’ tantas veces los féretros de nuestros ‘mártis’.”

Hace exactos 200 años, Bernardo O’Higgins fijó como bandera chilena el paño tricolor con estrella que todos conocemos y que flamea por la Roja en los estadios del mundo, que asoma en el fondo gris de las peores inundaciones y terremotos, que corona los techos de los más misérrimos campamentos, que acompaña ataúdes y hoteles, fondas y toples y que nunca falta en los lugares más peregrinos: desde la cumbre del Everest hasta el fondo del océano Pacífico (en la Esmeralda verdadera). Siempre habrá un odioso que diga que nuestro emblema patrio parece un recorte del centro de la bandera estadounidense o que en vez de estrella debería llevar el signo peso o un “Pato Yáñez”, pero no hay que pescar.

"Nicolás no tiene ni dos papás ni dos mamás, sino un Estado cabrón que lo deja en manos de maltratadores”.

Se dice que el azul de la bandera representa los cielos y mares chilenos; el blanco, la cordillera (no faltará el chistosito que postule que representa la cocaína, cuyo consumo, según un informe de la ONU, se ha disparado en Chile situándonos como el tercer país latinoamericano que más la consume); y el rojo, cómo no, simboliza la sangre derramada. No hay acuerdo, eso sí, sobre cuál sangre. Para la visión tradicional, alude a la de los patriotas caídos en la guerra por la Independencia, pero hay quienes interpretan el rojo como presagio de la sanguinaria historia que vendría en el Chile republicano, con el alto auspicio del peso de la noche.

Esa cosa sería nuestra bandera. Las derivas que ha tomado en la poesía chilena lo corroboran. Si poetas como Víctor Domingo Silva la ensalzaron (“es la espléndida oriflama / que halla en cada ciudadano un paladín”), otros como la Mistral y Neruda le cantaron con mayor distancia, pero el punto de quiebre llegó con los poetas surgidos en dictadura. Elvira Hernández la somete a una feroz desarmaduría irónica: “La Bandera de Chile es usada de mordaza / y por eso seguramente por eso / nadie dice nada”; en esa mítica caja-poema que es La Poesía Chilena de Juan Luis Martínez se incluye, entre unos certificados de defunción, un desconcertante lote de banderitas chilenas de papel volantín; y, ya el 2006, en Los países muertos de Zurita se iza la bandera “en el diente de abajo del pitucacho Uribe”. Y no será poesía pero cómo olvidar la épica acción del MIR, que en 1980 se robó desde el Museo Histórico Nacional la primera bandera chilena, dejando en ridículo la inteligencia del régimen. Recién en 2004 fue devuelta y hoy cuenta con más protección que el “bus de la libertad”.

Es muy curioso que el lunes, apenas 24 horas después del juramento militar frente a La Moneda, haya pasado por ahí mismito el susodicho bus anunciando que los niños tienen pene y las niñas tienen vulva. Lo más parecido que habíamos visto son las micros de Carabineros que nunca falta quien raya con la frase “Los pacos tienen tetas”. No por inconmensurablemente ridícula la iniciativa del bus de los genitales deja de ser agresiva y cruel, sobre todo si se considera —ya que hablamos de niños— que recorrió la ciudad al mismo tiempo que todo Chile se enteraba de que la historia sucia y macabra del Sename es en realidad infinitamente más sucia y más macabra de lo que el peor pensador hubiera podido imaginar. Habría que decirles a los yihadistas de la ñoñería que conducen el bus que muchas veces Nicolás no tiene ni dos papás ni dos mamás, sino un Estado cabrón que lo deja en manos de depravados y maltratadores de la peor calaña. Lo mejor que podría pasarle a Nicolás es tener dos papás o dos mamás o la combinación que sea mientras haya amor y cuidado, que es lo único importante.

El país está perdiendo la cabeza: el mismo lunes aparecieron decapitados los cuatro bustos del monumento a los Héroes del Morro de Arica. Y eran cabezas sólidas. La imagen era penosa, aunque al fondo se pudiera ver, como cantan Los Huasos Quincheros, “flameando siempre serena / mi banderita chilena / banderita tricolor”.

Relacionados