Por Álvaro Bisama, escritor Junio 16, 2017

Hace un par de semanas, en su show de HBO, el inglés John Oliver analizó uno de los últimos escándalos de la administración Trump centrándose en el hecho de que día tras día la situación política norteamericana se volvía cada vez más irreal e imposible. Para Oliver, como para muchos, aquello era insoportable, pues la aparición constante de nuevos antecedentes sobre, por ejemplo, la responsabilidad de los rusos en el hackeo de las elecciones presidenciales, poseía el riesgo de insensibilizar a los ciudadanos al punto de que aquella trama les pareciese absolutamente normal, pan de cada día. Oliver era tajante; ése era uno de los peores efectos colaterales del gobierno de Donald Trump y su retórica delirante. Naturalizar el horror y la mentira iba de la mano de convertir consignas sin sentido en la base de una ciencia de lo absoluto, o de presentar al poder como un espejo del narcisismo vacío de un multimillonario.

No digo nada nuevo con eso, pero me es imposible no pensar en el hecho de que sean estas mismas semanas donde David Lynch y Mark Frost han traído de regreso a Twin Peaks vía Showtime/Netflix después de 25 años. No voy a comentar acá la trama, salvo para decir que los seis capítulos que han emitido (de un total de 18) han sido geniales y perturbadores. En ellos, la resolución de la serie ha excedido los márgenes del pueblo donde transcurría la historia originalmente y se ha extendido al resto del mundo. Los misterios han engendrado más misterios y Lynch, que ha dirigido todos los capítulos, ha terminado de tejer con ellos un universo del terror donde el espectador se ve sacudido, una y otra vez, por escenas y viñetas donde no existe diferencia entre la repulsión que provocan los cuerpos mutilados y el temblor de la luz de un tubo fluorescente.

Esto hace que ver Twin Peaks sea una experiencia difícil, en el sentido de que le exige al espectador un compromiso que va más allá de la paciencia o comprensión. En la serie lo importante nunca sucede a la vista, sino detrás o debajo de todo; de los cuerpos y los rostros, de las ropas y las calles, de los caminos vacíos y los lugares abandonados; existe en las luces y en los silencios que hay entre cada palabra, en el modo en que un niño parpadea o un teléfono suena en un cuarto abandonado, en la ficha policial de un hombre hueco (uno de esos hollow men del poema de Eliot) y en el modo horroroso en que un joven abusa de una muchacha en un bar. Gracias a eso, lo de Lynch tiene que ver más con el arte contemporáneo que con la narración televisiva propiamente tal, exigiendo una clase de contemplación que es inédita para un show de este tipo porque provee una reflexión sobre los materiales que constituyen lo real a partir de la relación que el tiempo entabla con los objetos y las personas.

No es raro, pues uno de los ejes de la mirada de Lynch siempre descansó en ese efecto de extrañamiento, que se produce cuando se acerca a observar las cosas. Aquello en Terciopelo azul se notaba desde sus primeros minutos, cuando debajo del pasto de un jardín suburbano de la clase media norteamericana era posible ver un infierno de hormigas negras royendo la tierra.

"Ver Twin Peaks es una experiencia difícil, en el sentido de que le exige al espectador un compromiso que va más allá de la paciencia o comprensión”.

Lo que estamos viendo ahora extiende esa idea al límite hasta volverla insoportable. Lynch filma lo que se esconde detrás del Estados Unidos que votó por Trump pensando en que Frank Capra, Nicholas Ray y Norman Rockwell son sólo máscaras de las figuras que miran, deformes, desde el fondo de un cuadro de Francis Bacon. En esas pesadillas, las conversaciones tienden a repetirse y a ralentizarse, la violencia es tan espontánea como ritual y los cables eléctricos están filmados como si transportaran almas de un lugar a otro del país. Así, Twin Peaks es una suerte de purgatorio donde los personajes están casi siempre detenidos al borde de la perversión o el espanto, quizás esperando una iluminación que los va a exterminar, borrándoles la identidad mientras celebran el hecho de ser poseídos por un mal anterior a ellos mismos.

Esto hace de la serie una experiencia inolvidable, pero también urgente, un relato que funciona en tiempo presente porque propone una reflexión sobre el sentido del mundo. Las pesadillas de Lynch son las herramientas que permiten sacudirse los sueños de Trump porque permiten hurgar bajo ellos para entenderlos en un sentido tan pavoroso como íntimo, tan atroz como doméstico. Esto está en los bordes de la narración, en todas las historias paralelas de esa comunidad cuya vida Lynch se esfuerza por construir como una red invisible; pero también existe en el corazón de ese relato, que es la historia de un hombre, del agente Dale Cooper (Kyle Mac-Lachlan), que trata de volver a su casa y a sí mismo después de 25 años.

Cooper sale de un sueño para entrar a otro y ninguno es capaz de darle consuelo o algo parecido. Twin Peaks es la ficción sobre este retorno imposible, sobre cómo ha cambiado el mundo y cómo todo lo que tenía Cooper le ha sido arrebatado. Respondiendo a las pesadillas de lo real con las de la ficción, uno de los aspectos más perturbadores de la serie es la idea de cómo lo que uno conocía o creía conocer del mundo ha desaparecido hasta volver irreal cualquier recuerdo, cualquier clase de certeza, coherencia o claridad. Pero esto es lo que hace que Twin Peaks pueda ser leída como una obra casi realista. Ahí el paisaje y la vida son, con suerte, las sombras de una postal ajada de los suburbios cuyos recuerdos son fósiles y cualquier identidad está hecha de los escombros del trauma; todas incursiones en el reverso de una utopía donde las palabras están vacías o se pronuncian al revés o se devoran a sí mismas como esas viejas hormigas negras.

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