Por Evelyn Erlij // Periodista y corresponsal en Europa Mayo 19, 2017

Leo en un diario que el príncipe Felipe de Inglaterra se retirará de la vida pública, y segundos después aparece en Facebook un video antiguo del Coco Legrand hablando de sus $170 mil de jubilación. Lo primero que pienso es que las redes sociales son como una máquina tragamonedas: nos lanzan imágenes aleatorias que, en general, no tienen nada que ver. Lo segundo, en realidad, es una pregunta, ¿de qué trabajo se va a jubilar el duque de Edimburgo? Lo tercero es lo que une al príncipe y al humorista: el fin de la vida laboral. La dignidad o la indignidad de envejecer.

Kafka escribió que la exageración llevada a su extremo tiene el don de aclarar cualquier situación, y la imagen del Coco Legrand con sus $170 mil junto a la del duque jubilado es una hipérbole que ilumina nuestra realidad social. Durante los debates de la campaña electoral francesa, los candidatos se empeñaron en proponer mejoras al sistema de pensiones, pero mientras discutían, no podía dejar de pensar en el eslogan de una ONG con sede en Haití: “Los problemas del primer mundo no son problemas”. La jubilación mínima en Francia es de 830 mil pesos chilenos.

Recordé también un video que circuló en las redes sociales en el que aparecía una señora de 90 años que recorre todos los días 30 kilómetros en bicicleta, desde Cerrillos hasta Rengo, para vender huevos y nutrir sus $65 mil de pensión. Y luego se me vino a la cabeza el reportaje de un matinal sobre los abuelos que recogen los restos de la feria porque no les alcanza para comer. Y, de paso, me acordé de lo que dijo Sebastián Piñera en 2016: “Dado que vivimos mucho más, los trabajadores van a tener que extender su vida útil”.

Como a nadie se le ocurre todavía cómo capitalizar la vejez, lo que la industria nos ofrece es detenerla.

Tiene razón: jubilarse en el mundo hiperproductivo de hoy es convertirse en un ser inútil. No es una particularidad chilena, sino un rasgo de las sociedades permeadas por el neoliberalismo: los viejos no generan riqueza, no producen, no sirven mucho para el consumo ni para la venta. Los seniors existen en la publicidad para vender prótesis dentales, viajes en cruceros y cremas antiarrugas. Y si nos entregáramos sin freno al mercado desatado, el mundo sería como ese sketch del programa Plan Z: “En oferta exclusiva para la TV, les presento a mi madre: todo el cariño y la comprensión que ella me ha dado ahora pueden ser tuyos por sólo US$79,99”.

Si uno de los pocos blockbusters exitosos de los últimos años protagonizados por un anciano fue un filme de animación, Up (2009), es porque en el Hollywood de carne y hueso la arruga no suele vender: de los algodones de azúcar blancos de las señoras de Los años dorados, la serie ochentera, pasamos a los pómulos turgentes de Jane Fonda en Grace & Frankie, una sitcom para la tercera edad cargada de ácido hialurónico. Y como a nadie se le ocurre todavía cómo capitalizar la vejez, lo que la industria nos ofrece es detenerla. Bótox, cirugías, sérums antiedad y autoayuda: la edad es una construcción social, nos dicen; se puede “envejecer con éxito”.

La gente vive más, sí. Pero ahí, por fin, las mujeres no estamos solas: el reloj biológico no para. Es algo que los políticos como Piñera —o como los que debaten el tema en Francia o Reino Unido cuando se habla del déficit fiscal— no consideran. Según un estudio hecho en Bélgica, país con el cuarto mejor sistema de salud de Europa, un 72% de los trabajadores llegan enfermos a su retiro. Para los estados con modelos de protección social, la vejez es un costo para la sociedad. Para los países con sistemas privados de autofinanciamiento, la jubilación es un bien de lujo: sólo se adquiere cuando el bolsillo lo permite.

Por eso las marchas de No + AFP responden también a un fenómeno global: la tercera edad dejó de ser en el discurso político una etapa de la vida que se debe proteger.

Susan Sontag escribió en 1972 que la madurez no es un valor en las sociedades industriales, en las que la juventud simboliza la agilidad del mercado. Ser viejo, dice, pasó a ser una “mala noticia”, y ahí llegamos al tema del que tanto habla la prensa: el shock por la diferencia de edad entre el presidente francés Emmanuel Macron y su mujer, 25 años mayor, es misoginia, como denunció él. Pero también es gerontofobia. Es fobia a la vejez. “Envejecer es una enfermedad moral, una patología social”, decía Sontag. Cuatro décadas más tarde estamos en una fase crítica de ese mal.

Padecemos también otro síndrome, el del avestruz: de aquí a 2045, el número de ancianos superará al de niños por primera vez en la historia. Lo urgente, explica el sociólogo francés Serge Guérin, es repensar la vida y el diseño urbano en función de eso, dar espacio a un grupo etario al que hemos invisibilizado. “Los ancianos pueden crear una sociedad más tranquila, equilibrada, menos consumidora. La revolución que viene es la del tiempo de la vejez”, dice Guérin.

Esta no es una columna más sobre la edad de la primera dama de Francia. Es sobre cuánto brillo les falta a los años dorados y sobre cómo “la pobre mesada de la jubilación”, ese “pálido subsidio para tanto mal rato”, como la llamó Pedro Lemebel, es el síntoma de una sociedad alérgica a sus viejos. En eso, quizás, hemos sido pioneros: las marchas chilenas contra las AFP no son sólo una pelea por una pensión justa. Son también una lucha por una tercera edad digna. Y esa lucha, hoy, es universal.

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