Por Alberto Fuguet // Escritor Mayo 12, 2017

Es un tema que me apasiona  y despierta el editor y el agente en mí. ¿En qué momento algo merece narrarse y si esa historia, esa necesidad de contar, debe irse por el cedazo de la ficción o de la memoria: biografía, crónica personal o memorias, aunque no todas las memorias son memoirs. Una memoir es algo como una remembranza, una mirada hacia atrás, es narrar en primera persona, sin inventar y sin ocultar, usando nombres reales, o dejando claro que el narrador es el que cuenta y que se está desnudando  y que lo que relatará es un trozo de una vida.

Paréntesis: increíble como la palabra narrativa se la han apropiado aquellos que no leen, como los políticos. No tengo problemas con que los políticos se afanen conceptos literarios, pero que hagan dos favores: uno, lean; dos, cuando escriban, cuenten la verdad, no piensen en el futuro y escriban todo. Espero una memoria ácida, llena de venganza y mala leche y resentimiento de Cecilia Pérez. Feliz de asesorarla. Monga: confesiones de una infiltrada. Bueno, quizás no eso, pero algo que lo diga todo: affaires, qué opina no sólo de la farándula sino de la prensa o de otros ministros. Las memorias de los presidentes locales, partiendo por Pinochet, no sólo no dicen toda la verdad, sino que parecen brotar desde el pudor más que desde el odio, el ajuste de cuentas o las ganas de contar tu versión. No espero mucho de un libro de Michelle Bachelet, pero sí de dos ex ministros del Interior: Hinzpeter y Peñailillo. ¿Tendrían el valor de contarlo todo? O narrar la vida de Natalia Compagnon, la que debería decir todo (lleno de groserías y vulgaridades, con prosa tosca, desparramada y coqueta). Los diputados jóvenes, que tienden a hablar deslenguadamente en la prensa, podrían sacar memorias prematuras.

"Las memorias de los presidentes locales, partiendo por Pinochet, no sólo no dicen toda la verdad, sino que parecen brotar desde el pudor más que desde el odio, el ajuste de cuentas o las ganas de contar tu versión.

Las memorias tienden a ser más pudorosas que las biografías. A la hora de la sexualidad, la gente se aterra. Jorge Edwards es más severo con los otros que consigo mismo. ¿Acaso hay cosas que no se pueden decir?  Hay una barrera del pudor. Esta va por el sexo, los cónyuges, los hijos, los amigos, los enemigos y los aliados  y, por cierto, los poderosos. En diarios póstumos, esta prosa sucia y porosa aparece (Donoso, Sontag), pero en vida, al parecer, hay que mantener una cierta diplomacia que ayuda a la sobrevivencia.

Los novelistas llevan siglos usando material biográfico para armar novelas y hasta terminan revelando temas íntimos cuando promocionan el libro, pero se cuidan de no manchar las páginas con algo que podría herir a otros.

Entendiendo el atractivo de la ficción, aunque a veces me quedo con la no ficción de grandes autores como Scott Fitzgerald, Hemingway o Carver. Joan Didion será recordada por su obra construida en  torno a los recuerdos. Aun así es cierto que la mentira vende menos que la verdad. Esto sucede en el cine. Un documental no puede aspirar a tener la misma convocatoria que una película de  ficción. Los libros de aquellos premios Nobel que menos venden son los ligados a la crónica, a la autobiografía o a la memoria. De viaje por Europa del Este no puede competir con Memoria de mis  putas  tristes; Vivir para contar interesa menos que El amor en lostiempos del cólera. ¿Es acaso la capacidad de ficcionalizar la materia prima biográfica  lo que hace a un escritor y es lo que, en definitiva,  se premia? ¿Leeríamos memorias de autores que no son autores de ficción? Lo hacemos poco.

María Moreno, la autora que más me ha conmovido en estos tiempos, lo dijo: para qué hablar de confesión si lo que estoy haciendo es relatar. ¿Para qué involucrar la culpa con el asunto de la creación? Los del espectáculo no tienen problema en vomitar sin contención. Ahí  están Patti Smith, Keith Richards y Morrissey. Un libro que admiro es de la productora de cine y ganadora de varios Oscar Julia Phillips, que quizás contó demasiado. Lo entendió  antes de publicarlo y de ahí su título: Nunca volverás a almorzar en este pueblo. Así fue: Hollywood le cerró las puertas.

Algunas de las mejores memorias salen de la meca del cine, tienen garra. La mejor de todas es la de  una princesa que es una novelista de verdad: Carrie Fisher. Ella comenzó usando material autobiográfico y terminó, al final, sólo usando su material. Sus últimos libros son quizá mejores. Y el que publicó dos meses antes de morir es la prueba que hay cosas donde no vale la pena mentir. ¿La hija de una actriz de cine de la era de oro que se transforma en una princesa galáctica? El diario de la princesa, ahora en español, es pura voz, puro pelambre, pura conversación; es Carrie riéndose de sí misma, intentando entenderse en Star Wars.  “Me gustaba ser la princesa Leia. O que la princesa Leia fuese yo. Con el tiempo nos fusionamos en una sola persona: no creo que nadie pueda pensar en Leia sin que yo merodee en sus pensamientos. Y no estoy hablando de masturbación. Así que la princesa Leia somos dos, en plural (...). Soy Leia, y nadie puede quitármelo”, escribe en la introducción de este libro que incluye trozos del diario de  vida del rodaje de la primera parte de la saga.  Fisher no está enojada, sino más bien atónita y procesando que el tiempo quizás no cura, pero aporta distancia. Que el pasado (incluso el cercano) está ubicado en una galaxia muy lejana y es lo que conmueve al que lo lee, al que le importa.

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