Por Álvaro Bisama / Escritor Abril 13, 2017

He pensado en Ricardo Lagos estos días. O más bien en la posibilidad de que exista una novela sobre él, uno de esos libros que son escasos en la literatura chilena porque abordaría el poder de frente, sin hablar de la casa como metáfora de la vida íntima y pública de la nación, sin usar símbolos ni adornos de ningún tipo. Un relato desnudo, desprovisto de parábolas o fábulas. Algo que esté escrito con todas las vísceras a la vista que no servirían de oráculo alguno y serían sólo tripas expuestas a la luz en un lunes de abril.

Lagos no se apellidaría Lagos ahí, no tendría nombre, porque simplemente sería una voz lanzada hacia delante y atrás en el tiempo, un monólogo construido en las cuatro paredes de una conciencia insomne. Ese monólogo sería un diario de campaña, sería lo reverso a unas memorias, sería la crónica de un desmoronamiento. Sería una confesión sobre el poder desde la mirada de alguien que lo pierde, que lo ve alejarse, que no quiere asumir que nada volverá a ser lo mismo. Nada de efectos laterales ahí, nada de narradores testigos, nada de cursilerías. Nada de épica.

Por el contrario, esa voz terminal sería la de un rey viejo, de un Lear que avanza por el páramo hasta descubrir que no hay horizonte alguno, que él mismo es un cadáver que aún no se entera que es tal. Esa voz hablaría con la gravedad de un siglo que desaparece, con la sensación de caminar por un mundo que se acaba. Pero no se trataría de un libro melancólico, un personaje como Lagos puede ser cualquier cosa menos alguien dado a la melancolía. Al revés, la voz estaría hilada desde la rabia, sería un relato romano sobre alguien que cae sobre una escalinata de mármol, un relato sobre la ruina y el envejecimiento del cuerpo, sobre la forma filosa que a veces puede tener el olvido.

"Por el contrario, esa voz terminal sería la de un rey viejo, de un Lear que avanza por el páramo hasta descubrir que no hay horizonte alguno, que él mismo es un cadáver que aún no se entera que es tal.

Los años de gloria, los años de la resistencia y la presidencia y los pasillos de La Moneda serían apenas recuerdos pasajeros, momentos de una vida que queda lejos. Sería, por supuesto, una novela sobre la traición. La traición de los viejos y los nuevos amigos socialistas, de aquellos que no saben mirar al rostro y que votan en secreto porque no pueden soportar hacerlo a mano alzada, porque el cálculo del futuro no les alcanza para tapar la vergüenza y porque no quieren que nadie los vea traicionar.

En esa novela los escucharíamos tocando un tambor de guerra disfrazado como una flauta de huesos y de halagos. Los escucharíamos cuchichear por los pasillos, mirar encuestas, sacar cálculos, proyectar su guerra generacional con una sonrisa llena de cuchillas baratas. Por supuesto no habría consuelo en la voz de la novela. Habría equivocaciones, cadáveres y momentos incomprensibles; la voz cargaría con el peso de todo aquello sin asumir nada, hablaría con la soberbia de quien piensa en que ya ha ganado su lugar en la historia.

Por eso sería una novela triste, un relato sobre el desengaño. Todo duraría un segundo, que se estiraría tal y como se estira un momento definitivo donde caben todos los otros momentos que componen una vida. Por eso la novela sería una elegía, un obituario, una despedida; y terminaría antes de que Lagos hiciese la conferencia de prensa donde renuncia a su candidatura, antes de que diga nada. Es ahí donde caería el silencio sobre él como una guillotina. Ahí no podría escucharse ningún ruido de fondo más. En la novela, la voz de Lagos sabría que cuando termine de hablar va a hundirse en el silencio mientras ve como el país se aleja, como su siglo se termina, cómo todo en lo que creyó o quiso creer ya no significa nada.

Así es como el mundo termina, anota Eliot en uno de sus poemas. Así es como el mundo termina, con un susurro y no con una explosión, dice. Así es como el mundo termina: lo que alguna vez fue un sueño es ahora una pesadilla.

Así es el pago de Chile, dirá la voz. Adiós a todos allá abajo; la vida continúa.

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