Por Diego Zúñiga Marzo 3, 2017

Fue hace 100 años, en una galería perdida de Nueva York. Ahí, en una exposición donde había varios artistas invitados, Marcel Duchamp expuso la que iba a ser una de sus obras más importantes, probablemente aquella que en muchos sentidos cambió la historia del arte contemporáneo. En esa galería perdida de Nueva York, Duchamp presentó “La Fuente”, firmada bajo el seudónimo de R. Mutt.

Era, simplemente, un urinario que estaba ahí, expuesto junto a otras obras de arte. Un urinario en un lugar equivocado, en un lugar donde no debía estar. Con ese simple movimiento, Duchamp estaría inventando algo que luego se terminaría convirtiendo en un lugar común de las artes visuales del siglo XX: jugar con elementos comunes y llevarlos a lugares inesperados, otorgarles la posibilidad de que esos objetos tengan otra lectura porque se los presenta en un contexto completamente diferente. Ahí están, por ejemplo, las esculturas de globos con formas de animales, de Jeff Koons, o el famoso tiburón en formol, de Damien Hirst, o esa caja de zapatos vacía que el mexicano Gabriel Orozco decidió exponer en la Bienal de Venecia en 1993, produciendo un desconcierto de aquellos. Hablamos de tres de los artistas contemporáneos más cotizados del mundo. Hablamos de millones y millones de dólares. De obras que son juzgadas constantemente por los críticos de arte y que el público generalmente observa entre el desconcierto y la fascinación.

Detengámonos, de hecho, en el mexicano Gabriel Orozco (1962), un artista que ha expuesto en las bienales y los museos más importantes del mundo —el MoMA de Nueva York, la Tate de Londres, el Pompidou de París y el Reina Sofía de Madrid, entre otros— y que hace unas semanas ha hecho noticia por su última exposición en la galería Kurimanzutto, de Ciudad de México —creada hace unos años por él junto a unos socios—, en la que instaló un Oxxo dentro de la galería: una de esas tiendas que abundan en el país azteca muy parecidas a los OK Market, donde venden todo lo que uno pueda imaginar. La obra la tituló Oroxxo, jugando con su apellido y con el nombre de esta tienda que es uno de los íconos, a esta altura, de Ciudad de México. Un ícono comercial, un ícono de estos tiempos y que Orozco ha decidido replicar completamente en la galería. De hecho, uno entra a la exposición y puede comprar una bebida o un chicle, y pasar por caja, donde lo atenderán como si estuviera realmente en un Oxxo. Pero, además, uno también puede comprar una obra de arte, una obra de Orozco, que en este caso son una serie de productos de la tienda que llevan pegadas una imagen característica de las obras de él, unos círculos de colores azules, dorados y rojos. Claro que esos productos tienen un precio distinto, el precio que en el mercado tiene una obra del mexicano: estamos hablando de al menos 15 mil dólares. De ahí hacia abajo. Pero Orozco introdujo un formato particular para la compra de estos productos. Los primeros pagarán esos miles de dólares y los que vienen irán pagando cada vez menos.

La obra, por supuesto, ha causado desconcierto y animadversión en una buena parte del mundo del arte en México. Porque sí, es evidentemente una broma y una crítica bastante explícita hacia el arte contemporáneo y su vínculo con el mercado. Pero, hay que admitirlo, cuesta ver si existe algo más allá de esa crítica evidente y de la ironía que puede esconder una obra tan bulliciosa que parece no esconder ningún misterio. De todas formas, Orozco lo volvió a hacer: convertir el arte contemporáneo en una discusión pública, en algo que no pasa inadvertido. Un ruido que parece querer abandonar el mundo de élite en el que están encerradas las artes visuales y volver a encontrarse con la calle, con ese lugar desde donde alguna vez, hace 100 años, Duchamp tomó un urinario y terminó cambiando la historia del mundo.

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