Por Evelyn Erlij, desde París Febrero 10, 2017

Le llaman declinismo, del francés déclin —declive—, y es el concepto de moda entre los intelectuales. No hay consenso sobre qué se estaría derrumbando —se habla de una crisis valórica, de una debacle de las instituciones—, pero lo que sí es seguro es que la idea de caída se volvió una obsesión en Francia. Hace semanas que el ensayo Decadencia, del filósofo Michel Onfray, sobre el ocaso de la Europa judeocristiana, está a la cabeza del ranking de los libros más vendidos; y desde que se reeditó Sumisión, de Michel Houellebecq, sobre un posible derrumbe espiritual de la sociedad gala, la novela volvió a los primeros puestos de las listas. Hasta el diccionario Larousse se hizo cargo de ese sentir e integró declinismo entre los términos de su edición 2017.

Algo se desmoronó en Francia en este último tiempo, de eso no hay duda. Y ese algo es la tradición política: de la noche a la mañana, el juego democrático al que los franceses estaban acostumbrados a jugar en las urnas quedó obsoleto. Por primera vez desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, un presidente —François Hollande— no se lanza a la reelección. Por primera vez, un candidato de centro —Emmanuel Macron— podría llegar al Palacio del Elíseo. Por primera vez, también, desde los viejos tiempos de François Mitterrand, que el presidenciable de la izquierda —Benoît Hamon— se aferra al socialismo radical. Y eso no es todo: mientras el derechista François Fillon —favorito hasta hace unos días— estuvo a pasos de bajar su campaña por escándalos de corrupción, la extremista Marine Le Pen lidera las encuestas con un 25% de los votos.

“Desde hace un año, todos los sondeos califican a Le Pen para la segunda vuelta de la presidencial, algo jamás visto”, se lee en la revista política L’Obs, en la que se define al electorado del Frente Nacional como jóvenes y obreros cuyo apoyo, sin embargo, no lograría hacerla ganar en la ronda final, según los pronósticos. En plena crisis migratoria, y en un país crispado por el terrorismo, las posturas más reaccionarias han ganado terreno, y la prueba está en las encuestas que daban por vencedores a Le Pen y a Fillon, la carta más conservadora de la derecha. Pero su fama decayó cuando un semanario dio a conocer el Penelope Gate, un caso de supuestos empleos falsos y sumas millonarias con los que el político habría beneficiado a su mujer, Penelope.

Desde entonces, la prensa habla de “una sensación de irrealidad”, de “un paisaje político inédito” en el que un joven de 38 años, que hasta hace poco nadie conocía, podría salvar a Francia de un gobierno de extrema derecha. Sin querer, el artífice de este escenario fue François Hollande: cuando en 2014 eligió a Emmanuel Macron como ministro de Economía nunca imaginó que estaba pavimentando la carrera de un candidato presidencial. Aprovechando su popularidad explosiva, Macron renunció al Partido Socialista y creó el movimiento En Marche!, “ni de izquierda ni de derecha” —como lo define—, con el que hoy es el nuevo favorito en las encuestas y junto al cual logró reunir a más de 8 mil personas en su primer meeting, el sábado pasado.

Si la postura de Macron es ambigua —en sus discursos cita al derechista Charles de Gaulle y al mártir socialista Jean Jaurès—, la de su otro adversario, Benoît Hamon, ex ministro de Educación de Hollande, es firme en su tono socialista. Lejos del liberalismo y de la obsesión por el crecimiento que se le critica a la izquierda, el candidato propone una transición ecológica de la economía y un programa centrado en el impacto que tendrá la robotización de las industrias en el empleo, dos temas inéditos para una izquierda más interesada hoy en la laicidad y el terrorismo. “Hay que dejar de hacer del islam un problema de la República”, dijo el político, cuyas posturas, tildadas de “radicales”, dividen a su partido y podrían darle el apoyo del candidato de la extrema izquierda, Jean-Luc Mélenchon.

Hamon —que por ahora tiene un 17% de los votos— se ha presentado como el “rebelde de los socialistas”, el político de las utopías que quiere devolverle los sueños a la izquierda. Venció en las primarias al primer ministro Manuel Valls, de tendencia social-liberal, con un discurso opuesto al suyo: prometió un subsidio universal de 650 euros y defendió la libertad de las mujeres que quieran usar el velo islámico, gran pelea en torno a la laicidad que polariza al socialismo francés.

Frente a esta “campaña loca”, como la llama Le Monde, y ante tal incertidumbre, los medios no dejan de preguntarse si el “terremoto Trump” podría tener una réplica en este rincón del planeta. Fillon, Macron, Hamon, Mélenchon: si en algo concuerdan los cuatro nombres —aparte de la rima— es en que uno de ellos podría evitar el desastre de una Francia regida por la extrema derecha, la debacle política y moral de un país al que, no por azar, tanto le obsesiona hoy la palabra declinismo.

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