Por Vicente Undurraga Enero 20, 2017

Días atrás, en plena calle Ricardo Lyon, un joven frenó abruptamente su jeep y sacó la cabeza y medio tronco por la ventana del techo para gritarle, a menos de un metro y absolutamente de la nada, “negra conchetumadre” a la mujer que barría la vereda. Repitió la sentencia dos veces y arrancó pelando llantas. Ojalá fuera un caso insólito. En cualquiera de esos reportajes tan ecuánimes sobre inmigración centroamericana que dan los noticieros de la TV se pueden escuchar testimonios similares. ¿Qué puede tener en la cabeza un hombre para detener el auto y ofender a una mujer que barre la calle vestida con el traje fosforescente que el empleador municipal le provee, al igual que a los jardineros de los parques públicos? Probablemente nada. O quizás sí. Y no solo aire. Tiene un dsemonio, un temor o, dicho con toda propiedad, una bestia negra que lo desvela y tortura: no puede sacarse de la cabeza la imagen del negro que se ha hecho famosa en WhatsApp y con la que él mismo seguramente bromea con sus amigos, colegas o compañeros de pichanga a través del chat. Porque detrás de la homofobia y el racismo que hay en ese chiste repetido sin duda existe un temor mayor. Todo zorrón, todo oficinista, todo “chileno feo”, para usar la expresión incombustible de Mauricio Redolés, “teme que vengan estos negros a comerle la color”, como se decía antaño. Que se afirmen los zorrones porque, como dice un amigo, la transición se termina cuando un día un paco negro les pida los documentos.

El llamado negro del WhatsApp es un fenómeno que los sicólogos sociales debieran tomarse en serio. Aunque partió en España, son Chile y Argentina los países que más lo utilizan. Se trata de un meme o chiste visual con una imagen que al previsualizarse da la impresión de ser cualquier cosa: una jugada futbolística, un paisaje idílico, el video de un accidente, una mascota tierna, pero que al abrirse resulta ser la foto de un negro (siempre el mismo) que ostenta un miembro viril de padre y señor mío que sobrepasa con holgura el nivel de su rodilla. A tanto llegó el uso de este meme que WhatsApp anunció que bloqueará su circulación. Pero Chile es tan fanático del trípode negro como de la camiseta roja, así que ya surgirán los resquicios. Sin ir más lejos, la última Teletón le hizo un homenaje y en las elecciones municipales pasadas alguien pegó con scotch un recorte del negro en su voto.

La inmigración masiva de haitianos, colombianos y ecuatorianos, entre otros, es un fenómeno que apenas tiene más de una década. En los últimos cinco años llegaron más de 40.000 haitianos. Ya se habla de lo “chiletiano” para aludir a lo que es producto de la mezcla de ambas culturas. Sin duda han de haber testimonios que hablen de una buena recepción por parte de los chilenos –en el Transantiago ya nadie se voltea al ver a un negro: un buen indicio–. Como sea, habría que insistir en que no sólo es que pueda resultar beneficioso para la sociedad chilena esta ola de inmigración. Es una cuestión de primera necesidad. Chile debe agradecer. No hay reforma educacional ni revolución que pueda sacudir como la inmigración esa costra de provincianismo, miedo, racismo, clasismo y soberbia que taponea a este país. Romper esa costra es clave para diluir tanta enfermedad mental que nos envuelve, como la que el joven del jeep tan bien personifica. En un principio podrá haber un repliegue xenófobo, pero tarde o temprano, con el apoyo de políticas públicas hospitalarias, irá cediendo: la gente se mezcla, se reproduce, se integra. Aunque los escépticos dicen que esto no pasará, que el rechazo recrudecerá.

Muchos de quienes nacimos en los años 80 vimos la teleserie infantil Carrusel, protagonizada más que por niños por arquetipos: el Gordo simpático, la Matea fea, la Profesora buena, el Negro pobre pero honrado –el Cirilo– y la Niña preciosa y millonaria que era intragablemente presuntuosa y displicente: María Joaquina, de quien Cirilo estaba perdidamente enamorado pese al desprecio asquiento de ella. Chile es como una María Joaquina fea pero, desde hace poco, muy platuda: algo muy desagradable.

¿Y qué de bueno podrían traer estos miles de haitianos, ecuatorianos, colombianos y, ahora, venezolanos? Para los optimizadores del provecho, seguro representan mano de obra barata. Se los puede ver limpiando baños, barriendo calles, recogiendo basureros, pavimentando autopistas, siempre sonrientes. Porque eso traen: la sonrisa. Ahí donde el chileno suele tener cara de pocos amigos, “el negro canta y se ajuma / el negro se ajuma y canta”, como escribió el poeta cubano Nicolás Guillén. Los inmigrantes enriquecerán acá la comida, el deporte, la música, la lengua. Ojalá se expanda el buen humor, la disposición considerada por el otro y esa inteligencia reposada que tan bien retrató Rafael Gumucio en el personaje de Elodie, la enfermera negra de Milagro en Haití.

Sin duda no es un desembarco celestial, y así como unos mejorarán nuestra cultura otros podrán fortalecer nuestro narcotráfico, las malas artes, la delincuencia, más difícilmente la colusión. Sebastián Piñera lo expresó así: “Muchas de las bandas de delincuentes en Chile son de extranjeros”. Pero para quien delinca existe la ley, no es necesario hacer muros a lo Trump. Y lo del ex presidente no es sólo una piñericosa más, sino la expresión espontánea de una idea fuertemente arraigada en la sociedad chilena, y lamentablemente no solo en la derecha que él encabeza: el negro no es tan humano, o tan gente al menos, como ellos. Son de otra categoría: seres, parafraseando de nuevo a Guillén, “con la nariz/ como nudo de corbata”. Peligrosos como los rotos o los mapuches e inferiores como las mujeres. Todavía, en el fondo de sus mentes o de sus casas, piensan –y si están bebidos lo gritan– que cada noche al acostarse y cada mañana al levantarse los negros han de decirse “ungalacatunga” y cosas así. Ojalá fuera broma. Hace sólo unos años, una aerolínea nacional tenía un aviso animado en el que un turista chileno estaba en una olla sobre una hoguera rodeado de negros cantando “ungalacatunga” y de cuyo canibalismo sólo se salvaba porque con la tarjeta de crédito asociada a la aerolínea podía comprar a sus captores. Tal cual. Ni María Joaquina pensaba tanta tontera junta.

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