Por Diego Zúñiga Diciembre 30, 2016

Paul Léautaud (1872-1956) no tenía una semana de nacido cuando la primera mujer de su vida lo había abandonado. Su madre, una actriz de teatro, no soportó su nueva vida y desapareció. Lo dejó entonces con el padre, un hombre perdido y mujeriego que tampoco quiso asumir su nueva condición con tanta facilidad, por lo que Paul Léautaud se convirtió rápidamente en un estorbo, en un problema.
Aquel inicio de vida, por supuesto, iba a determinar su historia. Lo explica mejor Roberto Calasso en un bello texto que le dedicó al autor francés: “Nace de este núcleo todo lo que oficialmente se desprende de Léautaud: su perpetuo cinismo, su ironía punzante, su antipatía por los sentimientos. Pero en el origen de todo ello, hay que ver el gesto del pequeño Léautaud que pasa días y días de su infancia debajo de la mesa del comedor, ‘sin juguetes, sin nada’”.

Ahí, debajo de la mesa, dice Calasso, ese niño francés iba a aprender a ser un testigo privilegiado de los otros y de sí mismo, es decir, un escritor de diarios de vida, alguien que descubriría en la escritura un arma que le permitía defenderse pero también vengarse; dejar registro de aquello que le sucedía, pero también de lo que no sucedía y que lo perturbaba.

Empezó a escribir su diario en 1893, cuando era un veinteañero, y no dejó de hacerlo hasta su muerte, en 1956, ya mayor, rabioso, oscuro, un viejo difícil, para muchos insoportable, pero que en sus páginas es casi siempre un personaje único, entrañable. Un misántropo que amaba a los animales y que pasó más de 60 años escribiendo un diario que se publicaría después de su muerte, Diario literario, en diecinueve volúmenes, miles y miles de páginas dejando registro de su vida, pero también de la primera mitad del siglo XX, las guerras mundiales, las vanguardias, la miseria y las luces y el mundo literario que lo rodeaba también: Mallarmé, Valéry, Verlaine, Marcel Schwob, André Gide y Apollinaire, entre otros, son los que se pasean por estas páginas.

“Hay siempre una cosa que me interesa más que las propias obras de los escritores: el modo en que las han escrito, los sentimientos, sinceros o imaginados (superiores, estos últimos), que los animaban a escribir. Querría poder verlos cuando escriben”, anotaba un joven Léautaud en marzo de 1897, adelantándose justamente a lo que nos entregaría con sus diarios: verlo a él escribiendo, en todo momento, lo que sería su obra maestra, y uno de los diarios más geniales que se publicaron durante el siglo XX.

Hasta ahora, en castellano, sólo habíamos tenido un acceso muy reducido a su obra —en Chile, Ediciones UDP publicó In memoriam y Amores, dos de sus primeros libros—, pero en febrero de este año, en España, apareció Diario literario, una selección generosa —casi mil páginas— de este diario, realizada por los editores que tuvo Léautaud en vida. Un libro que publicó una editorial pequeña de Madrid, Fuentetaja, y que inexplicablemente pasó inadvertido para los medios y los lectores, pero que es sin duda un acontecimiento, la posibilidad de descubrir una obra excepcional, llena de pasajes que uno subraya y subraya, pues Léautaud fue un aforista de aquellos, un observador único, mordaz, divertido, incómodo, amante absoluto de Stendhal —a quien iba a visitar al cementerio— y de esas mujeres que lo abandonaron una y otra vez durante su vida; un soñador, un misógino, un crítico letal de sí mismo y de los otros, un hombre que terminó detestando cada vez más a los hombres y amando cada vez más a esos gatos y perros que lo acompañaron durante su vida.

Ninguno de los medios periodísticos de España acusaron recibo de esta publicación. No debiera sorprendernos entonces su ausencia en esas listas que hacen en diciembre con los mejores libros publicados durante el año. Pero que quede claro: difícil encontrar este 2016 un libro más importante y deslumbrante que esta selección de los diarios de Léautaud. Lo decía ese otro gran diarista que fue Julio Ramón Ribeyro: “Sería necesario leer cada mañana, antes de empezar el día, un par de páginas del diario de Paul Léautaud, a fin de afrontar la vida sin ninguna pretensión, ni énfasis ni ilusión”.

No se me ocurre una forma más precisa de explicar lo que produce la lectura del diario de este misántropo entrañable.

Relacionados