Por Alex Godoy-Faúndez, director académico, Magister en Gestión de la Sustentabilidad UDD Diciembre 30, 2016

La llegada del nuevo milenio trajo la inspiración de reflexiones profundas acerca del camino transitado por nuestra civilización, sus impactos, logros y su rumbo hacia el futuro. Numerosas voces provenientes desde diversas capas de la sociedad se levantaron para reflexionar acerca de fenómenos emergentes como la globalización, modelos de desarrollo, minorías, equidad, así como la importancia de políticas que visibilizarían a grupos marginados que finalmente permitieron abordar temas complejos en torno a la moral y ética; los verdaderos dilemas sociales.

Nunca como antes, el ánimo de la elite intelectual llegó a pensar que este milenio estaría destinado al reencuentro entre ciencias humanas y sociales con aquellas exactas de los siglos pasados como las matemáticas, la física, la química y la biología. Tal reencuentro dio pie al desarrollo de pactos y acuerdos globales, en donde países se congregaron multilateralmente ya no sólo a evaluar el grado de cumplimiento de las metas en términos de superación de la pobreza y el hambre, cobertura escolar, igualdad de género o salud y maternidad; sino para proyectarse en la generación de metas más complejas para alcanzar un desarrollo sustentable.

La percepción era que el inicio de esta era conllevaría a que el sentido común primaría por sobre los intereses individuales, transitando hacia una sociedad orientada a lo comunitario y donde la toma de conciencia de los impactos sufridos en el siglo pasado daría paso a un trabajo conjunto, en especial para enfrentar a un nuevo enemigo común, el calentamiento global y el cambio climático. No obstante, algo pasó.

Desde el 2000, y de forma creciente, se fue incubando al interior de la población un sentimiento de escepticismo no sólo en contra de las elites dirigentes, sino enfocado también hacia otras elites, entre ellas la intelectual, y Chile no estuvo ajeno a ese fenómeno. Corrientes de pensamiento de movimientos antivacunas generaron al poco andar brotes de enfermedades que se encontraban —creíamos — erradicadas, poniendo además en peligro al resto de la población y relacionándolas también como origen causal del autismo u otras patologías. Otros movimientos radicalizaron posturas de naturistas o de medicinas alternativas bajo el prisma de que una vida más saludable sería casi como una meta valórica en contraposición a otros estilos de vida. Tales corrientes permearon a nivel de la percepción de cambio climático, donde en el propio país del norte quienes creen o no en el calentamiento global son fiel reflejo de la postura de los partidos existentes.

La paradoja, para los intelectuales, era suponer que una población más escolarizada podría conllevar a una sociedad diferente, menos primitiva, y en la cual la evidencia como la racionalidad primase por sobre lo volitivo; evidencia que en los últimos años no ha sido así.

La paradoja es que una población altamente escolarizada no es sinónimo de altamente educada y menos de reflexiva. A pesar de que hemos accedido a niveles insospechados de educación terciaria, existe un incremento de población que ha dejado de basarse en la ciencia y evidencia sobre la cual se sustentaron los conocimientos obtenidos en sus propias carreras, dando paso a creencias y dogmas que muchas veces no poseen ningún sustento más allá de la fe o voluntarismo. Interesante es que el fenómeno ha llegado a tener dos grandes síntomas, la intolerancia a quien piensa de forma diferente, y por tanto, alejado a “lo correcto”; como dejar de reflexionar o investigar dando paso a la expresión de la intolerancia mediante la agresión, lo que se ha llamado la posverdad. En este escenario, la Crítica de la razón pura de Kant debiera ser revisitada, antes de pensar que vamos rumbo a lo opuesto de lo esperado, a la era de la pérdida de la razón con un regreso a las creencias, al dogma y al oscurantismo que primó por mucho tiempo, pero esta vez, actualizado.

Relacionados