Por Diego Zúñiga Contreras, desde Bonn Julio 25, 2016

Los promotores del odio contra los refugiados tendrán que guardarse sus discursos de “ven, se los dijimos” para otra ocasión. El atentado de Múnich del pasado viernes 22 de julio pudo servirles para extender su mantra de que el gran error de Alemania fue abrir las puertas de par en par para recibir a miles y miles de personas que, huyendo de guerras y miserias, pretendían buscar un destino mejor en la principal potencia de la zona euro. Pero, a la luz de los antecedentes que han ido surgiendo, la realidad parece ir en otra dirección. Y eso no es, necesariamente, algo tranquilizador.

David Ali Sonboly se llamaba el chico de 18 años que comenzó su jornada de locura en un McDonalds del noroeste de Múnich, donde tiroteó a varias personas y, con ello, desató el caos en la tercera ciudad más grande de Alemania. Un muchacho del tipo “perdedor”, que había sido agredido por compañeros, que calificaba entre los “nerds” de su curso, que saludaba a sus vecinos, que repartía los periódicos en el barrio. Un joven que una tarde salió de su casa con una mochila roja cargada con 300 balas dispuesto a matar a otros. Un alemán de origen iraní, pero alemán al fin y al cabo, que acabó con la vida de nueve personas, ocho de ellas menores de 21 años, y que gritó “soy alemán” cuando fue increpado en medio de su loca aventura armada.

Hay algo extraño detrás de ese afán por recalcar una pertenencia que los medios y las autoridades se han esmerado en diluir. Todos hablan de un “alemán iraní” porque la familia de David Ali viene de ese país. Pero el hecho concreto, la verdad pura y dura, es que David nació, creció, estudió, mató y murió en Múnich. La Policía no ha encontrado vínculo alguno con el llamado Estado Islámico, aunque sí abundante material de otras matanzas, especialmente la de Noruega, perpetrada por el ultraderechista Anders Breivnik en 2011, donde murieron 69 jóvenes.

Testigos aseguran que Sonboly no solo recalcó su pertenencia a un país que tiende a ser poco receptivo con los hijos de los extranjeros –no basta con haber nacido en el país, hay que cumplir una serie de requisitos para obtener la nacionalidad–, sino que además insultó a extranjeros y a turcos, específicamente. No ha de ser casualidad la fecha escogida (el quinto aniversario de lo de Noruega) como tampoco que tres de las víctimas sean turcas y otras tres kosovares. Tampoco es coincidencia que las autoridades tardaran tanto en reaccionar y que la Policía fuera tan dispersa y poco clara en la entrega de información. Hasta bien entrada la noche, los muniqueses corrían despavoridos y se escondían en sus casas de tres asesinos que rondaban por la ciudad con armas largas. Luego resultó ser uno que portaba una pistola.

La canciller Angela Merkel entró en escena recién el sábado, prometiendo investigar lo sucedido. Muy tarde, sugiere el prestigioso semanario Der Spiegel. Tal vez tardó porque el caos informativo era tal que no le convenía exponerse a opinar algo que la realidad después daría por superado. O quizás simplemente prefirió demorar su aparición porque ella, en realidad, es una autoridad ajena a los problemas de este tipo y más afín a las grandes crisis internacionales. Como sea, no en vano a Merkel la llaman la “canciller de teflón”, a quien todo le resbala.

La dimensión que se abre tras conocerse el origen de este atentado es inesperada y posiblemente no estaba en los cálculos de nadie. Apenas se dio a conocer el ataque en el centro comercial Olympia, todos pensaron en Estado Islámico. Al difundirse los audios donde el atacante insultaba a los extranjeros, se sospechó de neonazis. No es difícil: esas son las dos opciones que están más a la mano en el imaginario de los alemanes. Pero un atacante solitario, impulsado por el odio y tratando de replicar a otros asesinos masivos, más que tranquilizar por alejar el fantasma yihadista, asusta porque significa que la amenaza es mutante.

El escenario, pues, es terrible. Cuando un chico de bajo perfil, que se congracia con sus vecinos y no presenta mayores problemas a sus padres –salvo una depresión y “fobia social” que era tratada– es capaz de organizar un crimen tan macabro, con víctimas tan escogidas y, además, consigue una pistola en un país donde acceder a un arma es increíblemente difícil, quiere decir que algo se está haciendo mal. Más allá de los trastornos psiquiátricos de David (la prensa alemana insiste en llamarlo Ali, pese a que la Policía dijo que se llamaba David Ali), su acción es una muestra de que el enemigo interno está latente y cada tanto puede sacar las garras.

Veamos: el 26 de febrero de 2016, Safia S., de 15 años, atacó con un cuchillo a un policía en Hannover. Su intención, según las investigaciones, era cometer un ataque en nombre de Estado Islámico. La chica se radicalizó en una mezquita en Alemania. El 16 de abril, dos jóvenes quinceañeros pusieron una bomba fuera de un templo sij en Essen. Hubo heridos. Los chicos actuaron con “fines terroristas”, dicen los investigadores, aunque otros aseguran que los impulsó el afán de llamar la atención y el aburrimiento. Uno de ellos se arrepintió y dijo que nunca pensaron que causarían lesiones a nadie. Ambos son alemanes musulmanes con raíces extranjeras. El 16 de julio, el afgano Riaz Khan Ahmadzai atacó con un hacha a cinco personas en un tren, en una acción aparentemente relacionada con grupos islamistas radicales. Ahmadzai llegó como refugiado a Alemania en 2015. Todo indica que se radicalizó en el país.

Estos tres ejemplos, que son los ataques más recientes de corte terrorista que se han registrado en Alemania, demuestran una cosa: los responsables son alemanes o viven en el país y muchas veces han crecido y sido educados en colegios alemanes. Sin embargo, no se sienten parte de una sociedad que tiende a recordarles que son de otra parte, que son otra cosa, que son “alemanes-algo más”. Quizás por eso David gritó “soy alemán”. Y lo gritó tan fuerte que incluso quienes se han negado a escuchar tuvieron, esta vez, que oír.

 

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