Por Sebastián Rivas, desde Chicago Mayo 20, 2016

Era apenas una reunión de unos cientos de delegados, pero la noticia empezó a difundirse el sábado pasado como reguero de pólvora. Gritos, insultos, intentos de boicot y hasta denuncias de amenazas de muerte eran el sello de una jornada que, en un inicio, sólo buscaba confirmar los resultados de las primarias demócratas en Nevada, el estado cuyo ícono más famoso es Las Vegas. Y, de forma más sorprendente, los protagonistas que amenazaban y protestaban eran los fieles seguidores de Bernie Sanders, el candidato revelación de la izquierda estadounidense.

El malestar es el reflejo del extraño callejón en que se han convertido las primarias demócratas desde fines de marzo. Ningún analista duda de que Hillary Clinton terminará a mediados de junio —cuando votan los últimos estados— con una mayoría de delegados electos, y que la diferencia con Sanders será considerable, probablemente en torno a los 300 delegados; es decir, más del doble de lo que Barack Obama le sacó a la propia Hillary en 2008, otra elección disputada hasta el final. Eso, sin contar los superdelegados —autoridades del partido y políticos electos—, que la apoyan en una abrumadora mayoría y que le garantizan una cómoda victoria.

Pero la pregunta que hoy ronda a los demócratas no tiene que ver con los resultados de la ex primera dama, sino con el quo vadis de Sanders, un político atípico, que recién el año pasado dejó de ser independiente para afiliarse al partido con el fin de competir en sus primarias, y cuya devoción a las clásicas lógicas internas de poder es inexistente.

La interrogante se vuelve más dura con cada encuesta que muestra que la diferencia entre Hillary y Trump no es tan amplia como uno creería, y que los grupos que podrían reforzar a los demócratas son exactamente aquellos en los que el mensaje del senador ha calado hondo: jóvenes, independientes, votantes de raza blanca y de clase media. Esto, que aparece como muy abstracto, es algo demasiado concreto en la hiperespecializada política estadounidense: el mayor activo de Sanders hoy por hoy es su lista de contactos de seguidores y donantes a su campaña, más de tres millones de fieles que pueden inclinar la balanza. Más aún, las encuestas muestran que en algunos estados un grupo relevante de esos votantes consideraría no votar o hacerlo por Trump, cuyo discurso populista en materia económica comparte temas con el mensaje del senador.

Para entender lo particular de la situación de Sanders, basta comparar con lo ocurrido en el partido del frente. Nadie hubiera pronosticado que Donald Trump sería ya a mediados de mayo el nominado oficial; de hecho, todos los analistas anticipaban que su nominación se pelearía hasta mitad de julio en la convención republicana. Pero sus protagonistas pensaron en el largo plazo. Marco Rubio y Ted Cruz, con menos de 45 años, tienen varias posibilidades más de llegar a la Casa Blanca; John Kasich, el gobernador de Ohio, suena como posible vicepresidente de la fórmula del magnate; Chris Christie, gobernador de New Jersey, sería una de las figuras de peso en su posible gobierno. Todos prefirieron bajarse antes que enfrentar el riesgo de ser apuntados como los culpables de un eventual fracaso electoral.

Sanders carece de todos esos incentivos. Su perfil más de izquierda y sus duros roces con Hillary hacen difícil que sea nominado para vicepresidente. Aun cuando debe repostular al Senado en 2018, no requiere del apoyo de los demócratas en Vermont, un estado donde ya ganó dos elecciones como independiente y donde hoy es por lejos el ciudadano más famoso. Y una nueva aventura a la Casa Blanca debería esperar al menos cuatro años, en el supuesto de que Clinton pierda o no repostule. Pero eso implicaría llegar a la Casa Blanca recién en 2021 con 79 años, y enfrentar una reelección hipotética que lo haría permanecer en el cargo hasta los 87.

Por eso, la política de Bernie hoy es el carpe diem, acumular todo el apoyo que pueda para aprovechar el que probablemente será su último momento de gloria: la recta final de la campaña estadounidense. Porque Hillary lo necesita para convencer a sus votantes de que la respalden, algo nada fácil cuando la consigna de sus seguidores es “Bernie o el desastre”.

En los pocos momentos en que el equipo del senador admite la posibilidad de derrota, el argumento es el mismo: se acumularán delegados para pelear por la “revolución política” que Sanders promete en su campaña. Eso implica, en términos concretos, que Hillary adopte ideas más a la izquierda de su pensamiento para su plataforma electoral en temas como el sistema de salud y los impuestos, y que el Partido Demócrata modifique su modelo de superdelegados y abra sus puertas de las votaciones internas a los independientes.

Son todas cosas que aparecen como realizables ante el gran temor de los demócratas: que la convención partidaria termine con incidentes similares a los de Nevada porque un grupo apasionado de los seguidores de Sanders se rehúse a aceptar su derrota. Algo que recuerda a 1980, cuando Ted Kennedy llevó hasta el último segundo su pelea con el entonces presidente Jimmy Carter, pese a tener muchos menos delegados. Kennedy se convirtió en el referente del ala más izquierdista del partido por las siguientes tres décadas, pero los demócratas perdieron esa elección y no lograron levantar cabeza hasta 1992, cuando el más moderado Bill Clinton los devolvió a la Casa Blanca.

La escena soñada, en cambio, sería ver a un Sanders que parafraseara a Ted Kennedy en su discurso de derrota, diciendo que “la causa permanece, la esperanza aún vive y el sueño no debe morir jamás”, para luego apoyar a Hillary en una causa común: detener a Trump de conquistar el poder. Ese sería el peor escenario para el magnate, y él lo entiende. Por eso, no extraña que este lunes reflexionara en Twitter con palabras muy parecidas a las de los más acérrimos seguidores del senador: “Bernie Sanders está siendo maltratado por los demócratas. El sistema está arreglado contra él. ¡Debería competir como independiente!”, aseguraba, para cerrar con un nada sutil: “¡Corre, Bernie, corre!”.

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