Por Diego Zúñiga Mayo 2, 2016

–La gente nos impulsó, nos llevó a irnos hacia adelante, nos llevó a tomar decisiones atrevidas, decisiones corajudas y de alguna forma eso se graficó en el marcador.

El que habla es Mario Salas, minutos después de que terminara el partido frente a Audax Italiano, en los camarines, sonriendo, feliz, frente a las cámaras del CDF, mientras se escucha desde atrás el grito de “Campeón”. Son los jugadores los que gritan, los que celebran, y es Mario Salas quien intenta dar algunas respuestas de por qué se logró dar vuelta el partido, por qué Católica salió campeón, y dice eso, dice que este partido lo ganó la gente.

Pueden parecer palabras de buena crianza, políticamente correctas, pero Salas lo está diciendo en serio. Porque el partido del sábado no se ganó por buen fútbol, se ganó porque apareció eso que tanto se le pedía a Católica. Llámenlo como quieran: coraje, huevos, corazón. Eso fue lo que puso Católica para dar vuelta un resultado que se veía muy complejo, porque el gol de Audax no sólo significó quedar abajo, sino que instaló el nerviosismo en la cancha y en el estadio.

Si tuviésemos que buscar un punto de inflexión dentro del partido, por supuesto que tendríamos que detenernos en el gol de David Llanos, en el empate que nos devolvió la vida. Pero me gusta pensar que hay dos momentos claves antes. Uno, en el minuto 40, cuando el estadio explota: Universidad de Concepción se pone arriba en el marcador frente a O’Higgins y eso significa que Católica depende de sí misma para ser campeón.

La gente canta más fuerte que nunca y esa energía se transmite al equipo, que termina el primer tiempo con el ánimo arriba.  El segundo momento ocurre en el minuto 52, cuando el estadio vuelve a explotar: Universidad de Concepción aumenta la ventaja y, entonces, la copa se ve más cerca, sólo debemos dar vuelta el resultado frente a Audax, dos goles y la undécima estrella será realidad.

Sin embargo, el equipo estaba extraviado en la cancha, el nerviosismo llevaba a que no se pudieran dar más de dos pases seguidos, el mediocampo no lograba armar ningún circuito de juego, Manzano se mostraba muy errático y Carreño había estado completamente descontrolado durante el primer tiempo, ofuscado por no poder armar ninguna jugada de riesgo.

Empezando el segundo tiempo, Mario Salas realizó un cambio clave: salió Jaime y entró Nicolás Castillo, que ingresó concentrado, concentradísimo, sabiendo que lo que se necesitaba para ganar era poner el corazón pero también mostrar jerarquía. Y luego del minuto 52, Salas mandó a la cancha a Roberto Gutiérrez y Christian Bravo, en un movimiento que a todos nos generó miedo, pues habíamos visto que esos cambios no habían dado ningún resultado en Quillota el martes pasado: quedar prácticamente sin mediocampistas y sumar delanteros, es decir, apostar por que arriba pudieran conectar alguno de los pelotazos que iban a invadir el área de Audax.

Quedaban poco más de 20 minutos para dar vuelta el partido, pero no había forma, no había por donde. Pero entonces apareció Llanos y cambió la historia, así de simple: Toselli corta un tiro de esquina, sale jugando rápido con Carreño, éste se la pasa a Gutiérrez, quien avanza y se la entrega a Castillo y se arma una de las pocas jugadas asociadas de todo el partido: Castillo habilita a Bravo y éste, en un momento de genialidad, toca de primera a Llanos, quien entra al área y le pega de zurda.

Es el empate, quedan veinte minutos y sólo estamos a un gol de ser campeones.

Los cambios, esta vez, sí le resultan a Mario Salas, porque ese gol lo construyeron los que vinieron desde la banca –imposible no conmoverse en el minuto 82, cuando Audax arma una jugada ofensiva y Christian Bravo baja desde la mitad del campo para recuperar una pelota en nuestra propia área: ese carrerón de Bravo para recuperar una pelota, eso era Católica, eso era lo que nos iba a llevar a darlo vuelta.

Estábamos a uno, sin embargo, y era difícil no pensar en todos los fantasmas de los últimos años, en las finales perdidas, en esos partidos donde parecía que ganábamos, pero algo fallaba en el último momento. El equipo no jugaba bien, no había forma, aunque ahí estaba el corazón: Manzano que terminó jugando de lateral izquierdo, a ratos de último hombre; Llanos corría en una pierna, cojeaba, no podía más, lo mismo Magnasco, que no podía cruzar la mitad del campo, no podía subir, igual que Lanaro, quien terminó instalándose en el campo de Audax. Y Carreño.

Habría que dedicarle muchas páginas a Carreño: tiene diecinueve años y fue quien se echó el equipo al hombro, así de simple, fue el único mediocampista que quedó jugando en ese sector durante el segundo tiempo y asumió el rol con una jerarquía que no se puede creer. Puso la pausa, metió, corrió, tuvo claridad para entregar la pelota, puso coraje y se convirtió en un líder, ayudado desde la banca por Costanzo y Cristián Álvarez, que gritaron todo el partido, repartieron instrucciones, querían meterse a la cancha para darlo vuelta.

El otro a quien habría que dedicarle muchas páginas es a Fuenzalida, quien apareció en esta última parte del campeonato y terminó demostrando la importancia de contar con jugadores de experiencia, que pueden jugar en estas instancias y no achicarse. Lo demostró frente a la U, y nuevamente destacó frente a Audax, metiendo un cabezazo que nos terminaría por dar la estrella once.

Quiero detenerme una vez más en ese gol, que he visto no sé cuántas veces. Quiero detenerme porque fue otra de las pocas jugadas asociadas que logramos armar, quiero detenerme porque es Magnasco –que no puede correr más– quien centra la pelota al área, logra conectarla Gutiérrez pero se va a un costado, y ahí Llanos –que tampoco puede más–, quién sabe cómo logra recibir esa pelota y lanzar un centro que conectaría Fuenzalida en el área, en medio de los defensas audinos, ahí, logra desviar la pelota y lo damos vuelta, no se puede creer, el estadio explota una vez más, somos campeones, no se puede creer.

Quedan menos de diez minutos, sólo hay que aguantar y esperar. Y llega el pitazo final, y todos saltan a la cancha, expectantes, temerosos de lo que ocurre en Rancagua, pero un minuto después termina el partido allá y somos, finalmente, campeones. Somos campeones en un final épico, en un partido para la memoria, en un día que no vamos a poder olvidar. Somos campeones de la única forma que podíamos serlo para matar todos los fantasmas, porque después del desastre de Quillota parecía que una vez más nos quedábamos sin nada, pero esta vez fuimos capaces de escribir otra historia.

Ahora queda mirar lo que viene, aprender de los errores y planificar el futuro con ambición, pues vienen dos copas internacionales y en esas instancias las cosas son mucho más difíciles que ahora. Ya no basta sólo con el corazón de los formados en casa, se necesita reforzar el equipo, traer jugadores de jerarquía, que les puedan transmitir su experiencia a los que vienen de la cantera y que son nuestro futuro, y ahora también nuestro presente.

Vi el partido a muchos kilómetros de Santiago, encerrado en un hotel, gritando los goles en solitario, sin poder creer cómo se daba esta undécima estrella. No he dejado de ver los goles, de conmoverme con la forma en que los jugadores dejaron la vida en esa cancha que se veía tan linda desde la distancia. Qué ganas de haber estado en San Carlos de Apoquindo, de haber vivido ahí uno de los días más hermosos que va a recordar todo hincha cruzado.

Me quedo, finalmente, con una imagen: somos campeones y los jugadores van a celebrar con la barra, Diego Rojas, Carreño, Llanos, Christian Bravo colgado en el travesaño, cantan junto a la barra: “Gracias a la vida/ por ser cruzado/ es un sentimiento/ descontrolado./ A pesar de todo/ te sigo alentando/ seguro este año/ la vuelta damos”.

De eso se trata esto: que a pesar de todo, nunca dejamos de alentar, nunca dejamos de intentarlo. Porque el fútbol nos debía una, y de qué manera nos la pagó.

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