Por Patricio Jara Abril 29, 2016

Los libros de Svetlana Alexiévich nos llegan diez y hasta veinte años tarde. Nada nuevo, desde luego. Pasó antes con Ryszard Kapuscinski y fue para mejor, pues su narrativa supo revitalizarse ante los lectores hispanoamericanos tres décadas después de haber sido publicada en su Polonia natal (y hasta cuatro, si consideramos los años en que fue escrita).
En el caso de la Nobel bielorrusa, la sensación no es diferente. Su trabajo se transforma en la mejor prueba de que el periodismo bien hecho puede aspirar sin complejos a convertirse en material histórico y dotar a quienes lo firman de la misma autoridad y derechos que el más pintado de los historiadores de escritorio.
Voces de Chernóbil está fechado en 2005, mientras que La guerra no tiene rostro de mujer, publicado el año pasado, es una investigación iniciada en 1978. El más reciente que asoma por estos lados, Los muchachos de zinc, fue reporteado en la segunda mitad de los 80. En todos los casos se trata de historias que cargan ingredientes universales: el horror sin tiempo causado por las guerras y las catástrofes nucleares.
Leer a Svetlana Alexiévich de golpe y porrazo puede ser un ejercicio demoledor si uno llega desprevenido. Muchos de quienes se acercaron a su obra atraídos por el estruendo del Premio Nobel de Literatura terminaron abotargados por el exceso de realidad. Más aún cuando el distintivo de su trabajo es entregar las riendas de la historia a sus fuentes, al coro de voces que dotan a sus libros de un curioso efecto circular: contar la misma historia tantas veces como sea posible porque tal vez un día las palabras se queden cortas.
Da la impresión de que la bielorrusa es, antes que todo, una gran editora, una experta en el trabajo de mesa, aquél que exige llenar una superficie de papeles y comenzar a moverlos como un puzle hasta hallar la forma. Organiza y da progresión dramática a sus capítulos pero sin entrar demasiado. O al menos eso nos hace creer, pues está tan presente, en tantas partes y de modo tan decisivo, que no la notamos.
Svetlana Alexiévich encontró una manera efectiva de contar (una fórmula, dirán sus detractores). Aunque también se pone a prueba, como ocurre en Los muchachos de zinc, trabajo sobre la incursión del ejército soviético en Afganistán entre 1979 y 1989. Acá, además de testimonios, conocemos su libreta de notas en el frente de batalla y los diálogos telefónicos con un ex combatiente atormentado con la idea de que ella escriba un libro al respecto.
Sin embargo, al tratarse de la traducción de una versión actualizada del libro publicado a comienzos de los 90, el mayor giro se produce en las últimas sesenta páginas, cuando todo se interrumpe con las consecuencias judiciales que tuvo la primera edición: un escándalo gigantesco que alentó un debate nacional, pues lo que era la mayor virtud de Alexiévich terminó, a vista de algunos, convertido en su peor vicio: la autora fue acusada de exagerar o derechamente inventar el testimonio de algunas fuentes, de manera que la crónica puede leerse también como un apasionante caso de ética periodística.
Consciente de lo que ha provocado en algunas madres de los soldados que dieron su testimonio, la periodista ofrece disculpas por el dolor que les causó leer perpetuado en papel lo que le contaron sus hijos, pero no así por la legitimidad de su trabajo, por su deber de contar la verdad; por su derecho, como escritora, a ver el mundo tal como lo ve.

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