Por José Manuel Simián, desde Nueva York Febrero 2, 2016

Tras meses de debates, encuestas y dominio del ciclo mediático por la figura nefasta de Donald Trump, las primarias presidenciales estadounidenses finalmente pasaron de la teoría a la realidad la noche del lunes en Iowa. Y ese paso tuvo una sola lectura posible: haberle recordado a los estadounidenses y el resto del planeta –que cada cuatro años se acuerdan del curioso mecanismo de primarias de ese estado famoso por sus planicies y sus cultivos de maíz para luego olvidarlo de inmediato–  que nada está escrito entre ahora y la elección presidencial 8 de noviembre.

Del lado demócrata, Hillary Clinton probablemente comenzó a tener pesadillas con lo que le sucedió en 2008, cuando su nominación parecía inevitable hasta que le salió al camino un senador por Chicago llamado Barack Obama para arrebatarle el triunfo a punta de carisma y una maquinaria que se apoyaba de maneras hasta entonces insospechadas en las redes sociales. Anoche, una Clinton que ha cargado durante todos estos años el cartel de “inevitable” futura presidenta como una cruz, logró un triunfo nominal sobre el senador por Vermont Bernie Sanders, quien a pesar de ser un personaje muy diferente al Obama modelo 2008 – no sólo ofrece experiencia en vez de juventud, sino que promueve sin titubeos su versión del socialismo– está logrando un efecto parecido al del actual presidente, al canalizar las esperanzas de los más jóvenes y el ala más inquieta del partido. Clinton superó a Sanders por apenas tres décimas porcentuales, lo que le valió quedarse con 22 delegados frente a los 21 de su rival. Es decir, consiguió una victoria técnica que en realidad es un empate con un indesmentible sabor a derrota.

Del lado republicano del espejo, el rol de “inevitable” se le ha venido colgando a Donald Trump desde que comenzara a convertir la carrera presidencial en un reality show del cual nadie podía despegarse para no perderse su siguiente patochada, para así terminar dominando todas las encuestas nacionales de su partido. De hecho, los sondeos para el estado de Iowa también lo mostraban como ganador, pero Trump y su famoso emparronado llegaron segundos a la meta, detrás del senador por Texas Ted Cruz y apenas por encima del floridano Marco Rubio. En poco rato, Trump cambió la bravuconería (“nuestra ventaja es enooorme”, repetía frente a los micrófonos una y otra vez) por una gracia de perdedor poco habitual. Pero el gran ganador de Iowa ni siquiera fue Cruz, sino Marco Rubio, que casi le empató a Trump y con ello consiguió el mismo número de delegados que él. Cabe recordar que muchos analistas ven en este hijo de cubanoamericanos al futuro del partido conservador, y que los analistas más pragmáticos –incluyendo los del influyente sitio de análisis estadístico FiveThirtyEight de Nate Silver– llevan meses indicando su potencial para emerger como una figura más de consenso en las primarias que los volátiles Trump y Cruz.

Este último punto es quizás el más importante para entender el dilema electoral estadounidense: el desafío de equilibrar unas primarias que suelen premiar (al menos inicialmente) a los candidatos con posiciones más extremas, y la necesidad que tienen los partidos de elegir a un nominado que para triunfar en noviembre debe capturar a los votantes de centro en los estados “indecisos”. Entre ahora y mediados de junio (cuando se dispute la última primaria), esta historia seguirá tomando giros impredecibles, especialmente si consideramos cómo funcionan las primarias: como un concurso que cambia de reglas y jugadores en cada estado (algunas de ellas permiten, por ejemplo, que vote cualquier persona sin importar su filiación política; algunos estados asignan todos sus delegados al ganador mientras otros los prorratean), en donde los resultados de una primaria pueden afectar lo que suceda en la siguiente, y en donde a medida que los candidatos menos populares comienzan a abandonar la pelea se van formando nuevas alianzas.

La siguiente primaria en el calendario es el 9 de febrero en New Hampshire, un pequeño estado del noreste que en el lado republicano ofrece un electorado más moderado y menos religioso que el que le dio la victoria a Cruz en Iowa. Eso explica en parte que Trump –que no hace de la religión parte de su discurso como el texano– tenga ventaja en las encuestas sobre sus rivales. Pero ya está dicho: nada está escrito. En un país obsesionado con los deportes en que los segundos finales pueden durar una eternidad y donde las victorias heroicas son parte del mito nacional, la carrera presidencial es el deporte mayor.

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