Por Sebastián Cerda Agosto 6, 2015

No creo equivocarme mucho al aventurar que parte del inconsciente colectivo se encuentra dominado por la idea que donde fallan los mercados, es siempre imprescindible el rol interventor del estado. Ese mismo inconsciente también tiende a ver fallas de mercado en todos lados, y por lo tanto, parece razonable entonces esperar cierta predisposición o sesgo de la opinión pública hacia una mayor participación del Estado en diversos ámbitos y sectores de la economía. No creo que este sesgo esté basado en el ámbito de la ideología sino que, por el contrario, en una moralidad de sentido común muchas veces mal entendida. Obviamente, un requisito mínimo de las clases gobernantes en el mundo es ignorar esta clase de sesgos y, sin embargo, por alguna razón parecen no hacerlo.

El entrenamiento básico en economía define al menos dos fallas grandes de mercado: las externalidades y los bienes públicos. En particular, estos últimos son el caso paradigmático en favor de un mayor gasto de gobierno. En otras palabras, cómo financiar bienes que, una vez hecha la inversión inicial, debieran ser provistos a muy bajo costo porque su uso por unos pocos no limita su acceso al resto; y en los cuales resulta además tecnológicamente imposible garantizar exclusividad. Esta es la razón básica por la cual el Estado habitualmente invierte, por ejemplo, en los en caminos por los cuales circulamos. Desde lo puramente económico, existe una ganancia social que, en ausencia de una solución privada a la provisión de esos bienes, el Estado sea el que lo haga. A pesar de que el rol estatal en esta materia no emana de su naturaleza de buen gestor o administrador de recursos públicos, sino que de la imposibilidad técnica de definir derechos de propiedad claros y exigibles que permitan una solución de mercado, los líderes globales gozan con clasificar como bienes públicos a una serie de prestaciones de servicios que, estrictamente, no lo son.

Quizás la razón para esto es que cosas como la salud, la educación, la justicia social, etc., son cosas buenas y deseables dentro del ámbito de acción –a priori– razonable para los gobiernos. Sin embargo, esto no parece razón suficiente como para excluir a privados de las soluciones a los grandes problemas públicos. En este sentido, mi impresión es que justificar la necesidad de más Estado sólo por razones de mayor eficiencia en la provisión de ciertos bienes, arbitrariamente catalogados como del ámbito estatal, puede terminar siendo una trampa peligrosa. 

De acuerdo a la teoría económica, los bienes públicos no lo son sólo porque así lo decreta la ley, sino que porque sus características así lo pudieran exigir. Un ejemplo fantástico de aquello es cómo la tecnología de telepeajes ha permitido desarrollar una iniciativa de cobro a automovilistas por acceder a zonas de alta demanda; un mecanismo de mercado (cobro de peajes) para resolver un problema público (transitar por calles congestionadas). A mi juicio, la insistencia en priorizar siempre la solución gubernamental no es buena economía, es simple paternalismo y, tanto la teoría como la evidencia nos muestran lo poco realista de esperar que nuestros gobernantes sean puros hombres y mujeres sabios y benevolentes; y no simples mortales llenos de defectos humanos como el resto de nosotros. Sincerar algo de aquello creo que ayudaría a moderar un entusiasmo algo injustificado en los poderes curativos del Estado para todos los males sociales. 

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