Por José Manuel Simián Mayo 20, 2015

La historia aparece en el número que Oxford American -la revista esencial para entender la cultura del sur de Estados Unidos- le dedicara a la música de Tennessee. Mucho antes de que Memphis se convirtiera en una de las ciudades claves del blues, el soul y el rock and roll, en 1948 el dueño de la radio local WDIA se dio cuenta de que la solución a los problemas financieros de su emisora podía ser una apuesta inédita en Estados Unidos: hacer una radio dirigida exclusivamente a la comunidad negra, que empleara a locutores negros.

Y así fue como un día de octubre WDIA puso frente al micrófono a un profesor de enseñanza media y maestro de ceremonias en eventos locales llamado Nat D. Williams y le dio a su programa el eufemístico nombre de “Tan Town Jamboree”. Los reclamos de la audiencia blanca fueron mucho menos de los temidos, y los negocios para negros que comenzaron a avisar en WDIA comenzaron a reportar un auge de ventas. La radio se había salvado de sus problemas económicos, y la música popular estadounidense había dado un salto definitivo.

Poco después de eso, un joven de veintipocos años con traje negro apareció en las oficinas de WDIA con su guitarra. Había caminado bajo la lluvia los varios kilómetros que separaban la parada del bus para presentarse a una audición a la que nadie lo había llamado. Y cuando los encargados de la radio lo dejaron tocar un par de canciones, el antes tímido músico se transformó a tal punto que la encargada de programación sintió “que todos los negro del Delta del Mississippi habían abandonado sus tractores, sus herramientas de cultivo, sus bolsas para cosechar algodón, sus escobas y sus ollas de cocina, y venían camino de Memphis”.

El nombre de ese músico era Riley King -todavía faltaba para que adoptara el seudónimo “Blues Boy”, luego acortado a “B.B.”-, y aunque llevaba un par de años buscando establecerse en Memphis, era efectivamente un hombre que había emprendido el camino a Memphis tras una vida pobre y de recolectar algodón en su natal Mississippi. En ese sentido como en muchos otros, la historia de B. B. King se confunde con la historia del blues: una música nacida de la miseria y el trabajo duro, de la religión como última esperanza, que con el paso a la ciudad se transforma también en representación de tragedias menos terribles -las del desamor urbano- y en goce de los placeres modernos. Una forma artística nacida del barro y los instrumentos acústicos que termina electrificándose al chocar con el pavimento (ese paso del campo a la ciudad está también contenido en el mito que el propio King orquestó en torno a su guitarra eléctrica “Lucille”, a la que rescató de las llamas en un incendio desencadenado en un bar de Arkansas donde los parroquianos se calentaban prendiendo una pila de basura en medio de la pista, para luego llamar así a muchas otras “Lucille”, cada vez más brillantes y lejanas de ese barro original).

Con la muerte de B.B. King la semana pasada, muchos se apuraron a despedirlo llamándolo “el padre del blues moderno” y otras generalizaciones igualmente imprecisas, pero pocos repararon en qué lo hacía realmente único. Más que otros bluseros de su generación, quizás su verdadero legado esté escondido en el tono cálido de su guitarra. Porque con su inconfundible forma de frasear -secuencias cortas de notas tocadas en staccato antes de una pausa dramática o una nota que parecía prolongarse al infinito gracias a su prodigioso vibrato- B.B. King se transformó en uno de esos guitarristas reconocibles en cualquier grabación. Y cuando hacía eso, cuando sus dedos se expresaban a través de las cuerdas electrificadas de su guitarra, cuando hacía que, en medio de un solo, una nota se colgaran del aire sacudiéndose penas viejas a través de su muñeca, esa historia, ese paso del barro al pavimento y de bares calentados con fuego a las luces de su propia cadena de nightclubs, seguía contándose a sí misma.

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