Por José Manuel Simián, desde Nueva York Noviembre 27, 2014

“Bill Cosby me violó. ¿Por qué les tomó 30 años creerme?”. La frase tituló una columna publicada el 13 de noviembre por el Washington Post. La autora es Barbara Bowman, una actriz que conoció al célebre artista en 1985, cuando tenía 17 años. Cosby tenía entonces 48 años y era el comediante más exitoso de Estados Unidos, con el programa de más rating en la televisión y que había comenzado a romper estereotipos sobre los negros en Estados Unidos más que ningún otro artefacto cultural anterior o posterior. Cosby, dice Bowman, le ofreció ser su mentor y convertirla en una estrella, pero todo lo que ella obtuvo de la relación fue que la violara en repetidas ocasiones, normalmente usando sedantes.

En rigor, Bowman comenzó a hablar públicamente de su caso hace unos 10 años (antes de eso, buscó ayuda en su agente, abogados y amigos, pero casi nadie le creyó), cuando fue contactada para declarar en la demanda civil que había interpuesto Andrea Constand -otra mujer para la que Cosby había adoptado el rol de “mentor”- por un incidente ocurrido en 2004, en el cual también había sedantes de por medio. Bowman era una de las 13 mujeres que iban a declarar anónimamente contra Cosby y que contaban historias muy similares. Pero no tuvo tiempo de hacerlo (ni de hacerlo usando su nombre, como quería): Cosby llegó a un acuerdo extrajudicial con la demandante.

Según una lista que sigue creciendo en las últimas semanas, entre 1967 y 2004, Cosby habría violado o abusado de 19 mujeres. Y aunque tanto Bowman y Constand  como una tercera denunciante hicieron públicas sus acusaciones en medios nacionales hace una década, los estadounidenses no quisieron oírlas.

¿Cómo es posible que un país completo se haya hecho el sordo?

La explicación más plausible pasa por el rol único que Bill Cosby ocupaba en la cultura estadounidense. Surgió como comediante de stand-up, pero luego pasó a la televisión y en 1969 se convirtió en el primer comediante negro en ser estrella de un show con su propio nombre; en los 80 batió récords de rating con el Cosby Show por el que lo conocimos en Chile y con el que le mostró a Estados Unidos una imagen que muchos no estaban acostumbrados a ver, la de una familia afroamericana acomodada en el elegante barrio neoyorquino de Brooklyn Heights; en esa misma década se convirtió también en sinónimo de valores familiares gracias al best seller sobre paternindad Fatherhood (aunque en rigor, el libro lo escribió un autor fantasma); y que en 2004, al cumplirse medio siglo del fallo de la Corte Suprema Brown vs. Board of Education, que acabó con la segregación racial en las escuelas, se alzó todavía más como agente de cambio social con un famoso discurso (“The Pound Cake Speech”) en que criticó a la comunidad negra y sus estrellas de música y deportes por no “cumplir su parte del trato”.

 En suma, Cosby era respetado por buena parte de la comunidad negra, y lo mismo ocurría entre otros grupos étnicos. Tener a un personaje como Cosby -exitoso, trabajador, padre de familia, divertido, de humor relativamente limpio- cumplía un propósito muy importante en el entramado social: por un lado, servía a la mayoría blanca estadounidense para sacudirse de la culpa por el abuso y discriminación sistemáticos e institucionalizados contra la minoría negra; y con ello, les volvía a traspasar a los propios negros la responsabilidad de la pobreza, la delincuencia y otros males que los aquejan desproporcionadamente. Cosby era una pieza fundamental para ordenar el mundo entre negros y blancos; un engranaje diseñado a la medida de la clase dominante. Una pieza monstruosamente útil.

No deja de ser pavoroso que las historias de las violaciones y abusos que se acusa a Cosby de cometer durante cuatro décadas hayan adquirido carácter de realidad para los estadounidenses únicamente cuando un comediante llamado Hannibal Buress las convirtiera en parte de su rutina. Al parecer, no sólo necesitábamos que el horror pasara a ser comedia (viralizada por internet), sino que el chiste sobre la hipocresía monstruosa de Cosby fuera contado por un hombre.

Por estos días, los periodistas que durante años escribieron sobre Cosby sin prestarle atención a las denuncias -en septiembre, al cumplirse 30 años del inicio de The Cosby Show, se había publicado una biografía de 544 páginas escrita por un ex editor de Newsweek- han comenzado a pedir públicas disculpas por su negligencia profesional, mientras que Netflix canceló un especial de stand-up del comediante que iba a ofrecer este fin de semana de Acción de Gracias, y NBC desechó el proyecto de sitcom que estaba desarrollando junto a él. Cosby sigue negándose a comentar las acusaciones, pero su negativa es tan cobarde como ridícula: parece no haberse dado cuenta de que la misma sociedad que lo usó como un engranaje perfecto mientras desoía las denuncias en su contra ya no tiene ningún uso para su persona.

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