Por Sebastián Cerda, economista Octubre 16, 2014

La agenda política se ha visto dominada por una serie de análisis y discusiones que apuntan a poner de manifiesto un vínculo incómodo entre política y financiamiento privado. El descontento con el sistema actual es hoy tan o más importante que en 2003, cuando se llevó a cabo la anterior reforma. El escándalo por el caso Penta ha contribuido a alimentar una insatisfacción con un sistema que permite aportes privados bajo tres clases de mecanismos (público, reservado y anónimo), pero que obviamente no ha cumplido con el objetivo original de reducir la dependencia de la clase política a este tipo de recursos. Ni los aportes públicos complementarios ni los límites máximos al gasto electoral han sido suficientes para impedir que se utilicen mecanismos informales y, en algunos casos, contrarios a la ley, para financiar la labor política. Así, hoy  todo el espectro político parece coincidir en la necesidad de una reforma al sistema.

En este sentido, resulta habitual escuchar los lamentos de candidatos derrotados apuntando a los mayores recursos financieros del candidato electo como la verdadera causa de la derrota en las urnas. Pero la evidencia no muestra que ése sea el caso. Por el contrario, estudios sobre la materia indican que, contrario a la creencia popular, un mayor gasto marginal en campaña no afecta el resultado final de una elección. Esto, por cierto, no significa que el dinero sea irrelevante en una contienda, sino que simplemente en la vecindad de lo ya gastado, aportes adicionales no afectarán decisivamente a quien resulte electo, reduciendo así la influencia del dinero en la representación electoral de candidatos y partidos. En otras palabras, buenos candidatos con ideas atractivas al electorado no son sólo competentes en conseguir votos, sino que también en obtener más recursos para sus campañas, invalidando la tan mentada causalidad de dinero a votos.

Si el dinero no es tan importante para decidir una batalla electoral, se podría deducir entonces que los aportes privados a la política son un derroche bien improductivo de recursos. Sin embargo, la realidad indica que estos aportes son grandes y crecientes en el tiempo y, por ende, deben ser importantes en otras dimensiones, como por ejemplo la labor política básica de informar a los electores.

Efectivamente, aunque el dinero en política no gana votos, sí puede eventualmente otorgar otras cosas importantes, como influencia y acceso al poder, elementos potencialmente en conflicto con principios de igualdad democrática. Y eso es lo que debería buscarse impedir con cualquiera nueva regulación. Pero el tipo de reformas que se vislumbran parecen no hacerlo. Por el contrario, se habla de eliminar los aportes de empresas y limitar las contribuciones individuales de privados a las campañas. Ese tipo de regulación sólo restringe los incentivos a tener más y mejores campañas, ya que al reducir los aportes privados a la política, reduce una necesaria publicidad electoral que informe a los electores, algo fundamental para tener votantes más informados y participativos.

En paralelo, se discute el financiamiento exclusivo de la actividad política con aportes fiscales. Es probablemente cierto que una reforma de este tipo reduzca la influencia de ciertos privados en las decisiones públicas, pero a costa de otorgar mayor poder a la actual clase política, quienes, a cargo del dinero de las campañas, podrán con mayor facilidad legislar y gobernar para aislar a aquellos que no forman parte del “establishment”. Quizás el escándalo reciente sólo abrió las puertas para reformas que, bajo la consigna de defender la democracia de aquellos con mayor acceso al financiamiento, le termine otorgando más poder a la clase política.

Relacionados