Por Juan José Ossa, abogado Abril 30, 2014

Hace poco volví a leer a Ascanio Cavallo en La Historia Oculta de la Transición. A diferencia de la lectura que hice años atrás, las historias de la relación entre Aylwin y Pinochet dieron paso a otras más propias del presente. Esta vez, me detuve especialmente en la reforma tributaria aprobada por el Congreso poco después de recuperada la democracia. No pude menos que pensar en lo que ocurre en estos días.

Me llamó la atención el papel que jugó Manuel Feliú, entonces líder de la CPC. Apoyado por la “Patrulla Juvenil”, entendía que, por regla general, una reforma tributaria puede disminuir el crecimiento y aumentar el desempleo. Pero, al mismo tiempo, comprendía que contar con paz social no sólo es un fin en sí mismo sino que, también, es necesario para una economía dinámica. Además, imagino que observaba que una cosa es aplicar la ortodoxia de Chicago en dictadura, y otra distinta hacerlo en democracia.

Del mismo modo, es notable la genialidad con que Aylwin sacó adelante la reforma, considerando que, dados los enclaves autoritarios aún vigentes en la Constitución (que le daban mayoría a la derecha), se hacía muy difícil que el Congreso la aprobara. ¿Qué hizo que lo lograra? Su firme convicción en orden a que las transformaciones no son posibles sin ciertos grados de consenso. Muy distinto a lo que ocurre hoy.

La Nueva Mayoría, más allá de las convicciones que tenga sobre “el programa”, en realidad, lo que persigue es alcanzar paz social (léase evitar protestas), pero sin importarle mayormente lo que opina la oposición. Así, lo que puede terminar logrando es aprobar reformas a costa del descontento de muchos, pues no está ni remotamente claro que las reformas cuenten con el apoyo que se cree (sobre lo único que sí existe algún consenso es que, en  educación, se requieren cambios, pero no cuáles).

Aunque Bachelet tiene gran legitimidad por su rotundo triunfo en las elecciones, no hay que olvidar que muchos votaron por ella por estima personal y no necesariamente porque favorecen “el programa”; que otros lo hicieron porque querían protestar contra el gobierno anterior; que “el programa” es más una declaración de principios que un trabajo de políticas públicas que explique cómo se aplicarán; y que muchos de los simpatizantes de la DC, ahora que conocen algunas bajadas, tienen dudas importantes. En otras palabras, la legitimidad electoral de la Nueva Mayoría no es necesariamente similar a la representatividad de las ideas que propone.

El consenso al que me refiero no significa que no puedan usarse las mayorías en el Congreso. Sería absurdo; es parte del legítimo derecho de quien gana las elecciones. Se trata de no usarlas a rajatabla si lo que se pretende es que una mayoría realmente representativa apoye las políticas públicas que se implementan. El objetivo es que cualquier nuevo contrato social se consiga con cierto grado de consenso. No hay que olvidar que quienes no votaron para la presidencial pasada perfectamente pueden hacerlo la próxima vez. Y, en política, la popularidad de hoy no suele ser la de mañana.

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