Por Evelyn Erlij, desde Mostar Agosto 29, 2013

Podría ocurrir en cualquier destino turístico: una calle peatonal llena de extranjeros, tiendas de souvenirs que rayan en lo kitsch y el chasquido de los disparadores de las cámaras de foto como ruido ambiente. La diferencia es que, en vez de ofrecer sólo artesanías locales, los comerciantes venden balas reales convertidas en lápices, tanques hechos con proyectiles y máscaras de gas. En lugar de fotografiar monumentos históricos, los turistas retratan muros acribillados por disparos. Y en vez de toparse con una plaza, los transeúntes de la calle Brae Fejia de Mostar se encuentran con un cementerio en cuyas lápidas se lee la misma fecha de defunción: 1993.  

Se dice que las guerras yugoslavas fueron las más sangrientas del siglo XX después de la Segunda Guerra Mundial, pero a diferencia de las ciudades de Europa occidental, en Mostar no hay placas conmemorativas. La memoria se mira y se respira, está en los edificios bombardeados, en las fachadas que apenas se sostienen, en las tumbas croatas, serbias y bosnio-musulmanas que desbordan las colinas. Aunque la ciudad todavía parece dormida en la pesadilla de la guerra, las hordas de turistas que llegan a diario sumen a Mostar en un sueño extraño, en el que la muerte convive con la dicha de los visitantes, con sus billetes de euros y el comercio de los magnetos y las postales.

Hay gente que busca turismo aventura, turismo rural o ecoturismo, pero lo que se encuentra aquí es una especie de turismo-tragedia disimulado por la belleza de su atractivo principal, el famoso Puente Viejo. Han pasado dos décadas desde que las fuerzas del Consejo Croata de Defensa bombardearon la ciudad y hundieron en el río Neretva su estructura de piedra, crisol invertido donde cristianos y musulmanes dialogaban y convivían. Cuenta la leyenda que su diseño era tan imposible, que cuando los obreros sacaron los andamios, en 1566, el arquitecto Mimar Hajrudin se echó a la fuga temiendo que su obra se derrumbara. 

El puente otomano resistió al tiempo, pero no sobrevivió a la enemistad de los pueblos que unió por 400 años. El 9 de noviembre de 1993, las bombas croatas destruyeron siglos de intercambio cultural entre Oriente y Occidente, pero sobre todo, volaron en pedazos lo que era una alegoría de la Yugoslavia multiétnica y plurirreligiosa. “En los Balcanes, los puentes no unen sólo dos orillas, sino también a los hombres. Desafían a la naturaleza y a la historia”, escribió el novelista turco Nedim Gürsel en 1999, cuando los serbios se instalaron en los puentes de Belgrado para impedir los bombardeos de la OTAN.

Para la ONU, la destrucción de bienes culturales sin justificación militar se llama “memoricidio”. Pero Mostar no recobró la memoria de la coexistencia pacífica tras la recuperación del Puente Viejo, en 2004. La ciudad, ubicada a 130 kilómetros al sur de Sarajevo, es hoy uno de los lugares más turísticos de Bosnia, pero también uno de los más divididos del mundo: en las laderas opuestas del río, una población croata y una bosnia musulmana viven aisladas al punto de tener colegios, servicios públicos y proveedores de electricidad y telefonía separados. La minoría serbia que antes vivía en la ciudad es casi inexistente. 

“Turismo” no rima con “memoricidio”, “fratricidio” ni “genocidio”, pero ayuda a sobrellevar la inestabilidad política y económica dejada por la guerra. La obra de Hajrudin dejó de unir hombres para unir dos orillas, dos riberas conectadas por una pasarela de turistas que, sin saber, cruzan un puente sobre aguas todavía turbulentas.

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