Por Marcela Escobar Febrero 28, 2013

 

Lo que detuvo la excavación fue la sorpresa: bajo el asfalto de la Avenida O’Higgins, una de las arterias principales de la ciudad de Chillán, aparecieron la semana pasada monumentales túneles de ladrillo, cuyas dimensiones pudieron permitir el tránsito de personas: 1.65 metros de alto y 90 de ancho, suficiente para ir y venir de un lado a otro. La data, se estimó preliminarmente, es de mediados de 1800 o fines de 1900. El alcalde ordenó suspender los trabajos para permitir la investigación del Consejo de Monumentos Nacionales.

Nadie puede ahora tocar los túneles de Chillán, una ciudad que crece y donde el progreso ha dejado al aire un laberinto de arcilla que convierte el mito en realidad.

Porque lo que resulta más perturbador es que en Chillán la gente lo estaba esperando y ha disfrutado del hallazgo como si fuera la aparición de un tesoro prometido: la leyenda de la ciudad que bajo tierra se conecta a través de catacumbas es parte del imaginario de la capital de Ñuble. Se dice que los túneles fueron construidos por los jesuitas para esconderse en aquellos tiempos en que los perseguían. Se dice que servían para guardar víveres, en una ciudad asolada por bandoleros como los Pincheira. Se dice que comunicaban a la Catedral de Chillán con las iglesias y monasterios y colegios de curas. Se dice que no es primera vez que alguno de ellos ve la luz de la superficie.

“Cuando se construyó la galería Tohá, en calle El Roble al llegar a 5 de abril, también se encontraron los mismos túneles”, escribe Luis Berdichevsky en el diario local La Discusión. En ese momento la conclusión habría sido que se trataba de alcantarillados, el mismo análisis que, apresuradamente, entregan algunos historiadores de la provincia frente al nuevo hallazgo. Otro vecino confiesa, en el mismo matutino, que hacía días que estaban haciendo excavaciones no autorizadas, motivadas por el ímpetu de descubrir esa ciudad debajo de la ciudad.

Las palas mecánicas dejaron tras su paso improvisados souvenirs: los vecinos llegaron a la Avenida O’Higgins para llevarse a casa los pedazos de ladrillos rotos por culpa de la faena.

En ciudades como Chillán, donde el progreso todavía no arrasa con los mitos, las preguntas están abiertas y alimentan el imaginario del colectivo que fabula y se fascina con el misterio. Nadie quiere que la reliquia quede sepultada bajo el cemento. 

Por el contrario, en ciudades como Santiago el progreso ha venido de la mano de la moral del condominio. La que construye sobre el sitio eriazo. La que prefiere el descampado. La que desconoce el subsuelo o, peor, le teme. La que desconfía y niega. Sólo esto puede explicar el silencio y la perplejidad ante el trabajo del arqueólogo Rubén Stehberg y el historiador Gonzalo Sotomayor, “Mapocho incaico”, que postula que Santiago fue parte del Tawantinsuyo (como relató un artículo en Qué Pasa el 15 de febrero). Los vestigios de una ciudadela inca han aparecido en los últimos años a la par con el levantamiento de nuevos edificios o las perforaciones para estacionamientos subterráneos. Pero Santiago prefiere mirar hacia la cordillera y mantener la fábula de que un europeo llegó a estas tierras de la Nueva Extremadura cuando eran vírgenes y despobladas. Que nadie se atreva a sugerir que las venas de nuestra ciudad llevan la sangre de una cultura altiplánica. De ser así, es probable, serán sepultadas por el cemento.

 

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