Por Ignacio Álvarez Octubre 8, 2010

Durante los últimos meses hemos visto que los distintos gobiernos europeos han reconocido públicamente que sus sistemas de pensiones de reparto no son sustentables en el mediano plazo. El mismo diagnóstico se ha hecho para Estados Unidos.

Lo realmente sorprendente no es el diagnóstico, sino que el problema se haya ocultado por tanto tiempo, a pesar de que las matemáticas son muy simples.

Para explicarlo, asumamos un ejemplo muy simple, que sólo tiene fines ilustrativos. Hay 6 ciudadanos trabajando -con una renta de 1.000 euros mensuales cada uno- y dos pensionados. Estos 6 trabajadores pagan en impuestos el 30% de sus ingresos, es decir 300 euros cada uno. Para aislar de otros efectos, asumamos que el único gasto del Estado es pagar las pensiones. El Estado recibe 1.800 euros de los 6 trabajadores y paga una pensión de 900 euros a cada uno de los dos pensionados.

Sin embargo, producto de la disminución en la natalidad y el aumento en las expectativas de vida, la población envejece. Así que ahora supongamos que hay 4 trabajadores y 3 pensionados. Si su promesa es seguir pagando 900 euros a cada pensionado, como recauda 1.200 euros y paga 2.700, entonces incurre en un déficit fiscal de 1.500 euros. Y el déficit fiscal se debe financiar con mayores impuestos (presentes o futuros, pero en la segunda alternativa la bomba de tiempo se oculta hasta que los niveles de deuda se hacen insostenibles y la cuenta la pagan los hijos).

Entonces, para sincerar la realidad, habría que subir los impuestos y contribuciones a 67,5% -para recaudar 2.700 y seguir pagando los 900 de pensión a cada uno-. Pero  llegará un momento en que los impuestos tendrían que ser de 100% para mantener la promesa.

En realidad, la promesa es insostenible. Alternativamente habría que reducir las pensiones a 400 euros, pero como ello es inviable políticamente se buscará lo mismo -congelar su reajuste haciendo que pierdan poder adquisitivo o aumentar la edad de jubilación, entre otras medidas-.

Como se puede ver, esta promesa es simplemente una enorme transferencia de riqueza intergeneracional. Y cambiar los parámetros (edad de jubilación, impuestos, pensiones) es una decisión arbitraria que da cuenta de cómo se beneficia a una generación en desmedro de otra y que generalmente se toma en base al máximo endeudamiento posible que se les puede dejar a los nietos y futuras generaciones, aprovechándose de que ellos no votan.

Por eso, la solución es introducir un sistema de pensiones de capitalización y permitirles a los trabajadores acumular capital en cuentas personales. Chile fue pionero en el mundo y lo hizo con éxito hace ya 30 años, restableciendo el vínculo esencial entre esfuerzo y recompensa. Muchos países, con variantes, nos han seguido.

En nuestro sistema resulta clave la tasa de contribución (actualmente el 10% de la renta, pero con un tope imponible, por lo que las personas con rentas superiores deben complementarlo mediante el APV), la regularidad de dicha cotización -que tiene más relación con las características del mercado laboral-, la rentabilidad y riesgo de las inversiones de los fondos de pensiones y la edad a la cual la persona decide jubilarse. Obviamente -y como rol del Estado- a ello se añade un pilar solidario fiscalmente responsable para subsidiar a aquellas personas que a través del mecanismo anterior no logran una pensión básica.

No hay promesas ni magia. Si las personas cotizan regularmente el 10% de sus ingresos desde los 25 a los 65 años y asumiendo  rentabilidades reales conservadoras de largo plazo, pueden acumular un saldo suficiente para obtener una pensión muy similar a la renta que tenían mientras trabajaban.  Por lo mismo, no es de extrañar que las personas, tanto en Europa como en Estados Unidos, conscientes de que no hay magia y de que las promesas no se cumplirán, hayan comenzado a ahorrar para su pensión tratando de imitar lo que hacemos en Chile.

*Gerente de inversiones de AFP Cuprum.

Relacionados