Por José Manuel Simián, desde Nueva York Septiembre 24, 2010

A veces parece que todo diera lo mismo: que esta semana el panel encargado de medir las recesiones dijera que la última de ellas terminó oficialmente hace tres meses; que consiguiera aprobar la mayor reforma de salud de la historia; que enmendara el sistema financiero para evitar una nueva crisis en Wall Street; que lograra rescatar la industria automotriz; o que cumpliera con su promesa de retirar las tropas de combate de Irak. Los estadounidenses siguen esperando más de Barack Obama.

Están quienes votaron por él y se sienten decepcionados, un poco como esos niños que creen que su papá lo sabe y lo puede todo. Este lunes, Obama salió a dialogar con algunos estadounidenses en una asamblea transmitida por televisión. Pero el ánimo y tono de los ciudadanos era más cercano al de una pelea familiar que cualquier otra cosa: "Estoy agotada de estar defendiéndolo todo el día", dijo alguien.

Y están también quienes odian a Obama por razones que van desde la política pura al tan tabú como omnipresente color de su piel. Es aquí donde en los últimos meses pareciera haberse desatado la fiesta con la explosión del Partido del Té (Tea Party con 18% de adhesión según una encuesta), movimiento político que aúna a quienes tienen fobia a los impuestos, el gobierno y lo que venga.

Y aquí está lo interesante: el 2 de noviembre se renueva la totalidad de la Cámara de Representantes y un tercio del Senado, y en las primarias celebradas la semana pasada el Partido del Té logró que dos de sus candidatos desbancaran a un representante y una senadora moderados que iban por la reelección. Para algunos, ello significa un giro del Congreso a la derecha más radical de lo anticipado y, con ello, el fracaso de la agenda legislativa de Obama.

Con todo, el presidente no parece amedrentado. En momentos en que uno de los temas más divisivos para el país ha vuelto a ser qué hacer con los 11 millones de inmigrantes ilegales, al día siguiente de las primarias le prometió (otra vez) a una de las organizaciones hispanas más poderosas del país que impulsaría una reforma migratoria, además de aprobar la polémica "Ley de los sueños", que entregaría la ciudadanía a hijos de indocumentados en la universidad o el ejército.

Ese pareció ser un momento clave, uno en que Obama se animó a pararse en medio de la oscura noche de la política estadounidense y sacar la voz.

Y cuando Obama volvió a parecer más candidato en campaña que funcionario con 300 millones de jefes, fue difícil no pensar en esto otro: que a comienzos de año el escritor Junot Díaz lo criticó en una columna por no haber sido capaz de convertirse en el "Narrador en Jefe", alguien que cuenta la mejor historia posible de lo que está sucediendo en el país y nos atrapa, ansiosos por el desenlace.

Por estos días, entonces, Obama parece no tener otra alternativa que sentarse en la mecedora y abrir el libro mientras los niños -los obedientes y los malcriados, los inteligentes y los otros- escuchamos con los ojos abiertos. Se me hace que viene una historia de combate.

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