Por Michael C. Munger Agosto 27, 2010

El Transantiago está cambiando a las personas. Necesitamos confianza y capital social para poder vivir juntos. Como economista de la Universidad de Duke, he escrito muchas veces acerca de las reformas al transporte de Santiago. Al visitar, este invierno, nuevamente esta ciudad, volví a las calles para descubrir aquello con que los capitalinos deben lidiar en la práctica.

Para que la prueba fuera justa, esperé, un lunes, hasta pasadas las 10.00 a.m. y escogí la parada de Los Dominicos, en Camino El Alba, en una semana en que los estudiantes universitarios estaban de vacaciones. Mientras me acercaba al paradero, un enorme grupo de personas se empujaba, todos apretujados, para ingresar al bus. Conté a más de 70.

Ningún bus pasó durante los próximos 20 minutos, y para entonces los pasajeros que venían del Metro abultaron la multitud a más de 150 personas, apretados entre la calle y la reja de la "zona paga", que por lo demás estaba rota.

Al fin un bus se detuvo. Era del recorrido C-02, aquel que yo quería tomar. El conductor se detuvo, brevemente, 50 metros antes de la parada, algo que me pareció extraño. La gente se bajó y luego el chofer avanzó hacia la masa que forcejeaba.

A punta de empujones, la gente intentó ingresar. Una anciana se quejó de que la aplastaban; las personas trataron de moverse, pero a ellos también los empujaban. El conductor cerró la puerta y atrapó la pierna de la última persona que entró. Luego logró cerrar la puerta correctamente. El bus se fue. Yo logré moverme hacia adelante, quizás medio metro, y la multitud seguía aumentando.

Cuando el siguiente bus llegó, me di cuenta de por qué el primer chofer dejó a los pasajeros bajarse antes. Este conductor avanzó todo el camino y abrió ambas puertas. Inmediatamente, una masa de gente, a codazos, presionó en la puerta trasera del bus. El chofer trató de cerrarla, pero aún había un grupo de personas trepando para subirse sin pagar.

Después de media hora, aún no lograba subirme a un bus. Me avergüenza admitir que con 1.90 m. y 115 kilos dejé de esperar cuando apareció el tercer bus. Nadé hacia adelante, pasando a llevar a la gente, gracias a lo cual logré ubicarme lo suficientemente cerca para subirme al cuarto bus, cerca de las 11.00 a.m. Para hacerlo, empujé a personas de edad, mujeres y niños.

No siempre fue así en Santiago. Antes de que los buses privados fueran sacados de circulación, había muchos más buses. Previo a la reforma, la gente esperaba en una fila y cuando se subían, incluso por la puerta trasera, le pagaban al chofer y éste les daba el vuelto. El sistema de pago funcionaba porque las personas podían confiar entre sí.

Viajé en micro durante dos semanas, todos los días. A lo largo de Apoquindo, buses con la mitad de su capacidad disponible habitualmente pasan, dejando abajo a decenas de pasajeros, ya que la parada está bloqueada por enormes micros de otras líneas. Los pasajeros vociferan y agitan las manos para que el chofer se detenga, pero éstos raramente lo hacen. Bajo el nuevo sistema, los conductores reciben su sueldo si pasan a la hora, independientemente de cuántos pasajeros toman. El Transantiago demuestra que incluso la gente buena puede convertirse en animal cuando el gobierno no entrega los incentivos correctos.

Existían muchos problemas en el antiguo sistema. Los buses contaminaban y los choferes peleaban agresivamente por los pasajeros. Sin embargo, investigadores estadounidenses han demostrado que tales problemas se pueden resolver, en un sistema privado, simplemente exigiendo pruebas de emisión de gases. La policía podría garantizar el cumplimiento del "derecho a acera" para las paradas de autobuses, y pases mensuales eliminarían el incentivo de los evasores.

En un sistema racional, uno que conserve el capital social, los santiaguinos podrían confiar y tener la confianza de otros. Pero el Transantiago está destruyendo la confianza y la cooperación. La reforma del 2007 fracasó y es hora de evaluar un sistema privado.

*Profesor de la Universidad de Duke e investigador visitante de la Universidad del Desarrollo.

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