Por Álvaro Bisama Agosto 27, 2010

Se murió Fogwill (1941-2010). Suena imposible, pero es así. Al leerlo parecía que eso -la muerte, la posibilidad de la extinción, el agotamiento- le era ajeno, que iba a pasar de largo con él. Su literatura siempre se hizo necesaria, justamente porque tenía la nitidez de lo inmediato, la urgencia de lo vivo. O porque quizás estaba en guerra. Porque quizás Fogwill escribía y leía así, proyectando la sensación de que había que dejar caer las bombas una y otra vez. Eso lo volvía esencial. En un mundo donde los intelectuales son expertos en el arte de la sobremesa y las sutilezas del lobby, Fogwill se comportaba como elefante en la cristalería de las buenas conciencias americanas. Su arte era incómodo y volátil por eso mismo, porque comprendía las trampas del lenguaje y la precariedad de la política y sabía volverlas sobre sí mismas. Experto publicista, leía la realidad como un enigma de verdades sepultadas en medio del ruido moderno, y escribía sobre ella al punto de volverla intolerable, jugando hasta la extenuación con su propia biografía y multiplicando hasta el infinito las máscaras de sí mismo como personaje. Vuelto un mito (el suplemento Ñ, del Clarín, lo mostró en su portada con el título: "Yo, el supremo"), trabajaba sobre mitos. Mal que mal, como pocos, su obra estrelló al arte con la política, sometiéndolas a un examen constante, donde se ponen en juego la gestualidad de la estática del horror, el vacío del deseo, los agujeros negros de la idea de patria y los límites idiotas de la retórica de cualquier lengua nacional. Como pocas, su literatura se alimentó del vacío contemporáneo, al investigar y demoler sus iconografías idiotas, al poder dar vuelta sus lugares comunes. Está ahí Los pichiciegos, una novela sobre la guerra que apenas trata de eso, sino sobre la idiotez -porque Fogwill era un tragediógrafo de la lengua- de llegar a escribir una novela de guerra. Está ahí Help a él, la revancha final contra Borges: El aleph reescrito desde la coprofagia y las drogas duras. Está ahí Sobre el arte de la novela, que habla de madres muertas, carreteras infinitas y balnearios arrasados por el tedio o el deseo. Está ahí Los libros de la guerra, su colección final de ensayos y columnas, todos incómodos, adivinatorios y generosos, porque Fogwill era eso también, un lector generoso, dispuesto a cruzar libros y lecturas entre América y España, entre Chile y Argentina, entre el presente y el pasado. Repito: se murió y es un asco. Como lector, su muerte me importa más que todo el patético debate sobre el próximo Premio Nacional de Literatura, más que el ego de Isabel Allende, más que los lloriqueos de Skármeta, mil veces más que las acusaciones de corrupción de la SECH. Sus libros están ahí para recordarnos lo que olvidamos a veces: que el arte debe practicarse como una disciplina que esquiva toda redención, que la vida puede leerse como una colección de ficciones en perpetua pugna, que la literatura sí es una guerra.

*Escritor y profesor de Literatura.

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