Por Teresa Marinovic Vial Agosto 27, 2010

Me gusta el humor del absurdo, y si no fuera porque no es broma, me causaría risa que Spike -el rostro de la campaña publicitaria de Lipigas- lleve la delantera en la votación que determinará lo que debe contener la cápsula del Bicentenario de la Alcaldía de Santiago.

El asunto es anecdótico, pero puede ser útil para mostrar a los absurdos que se puede llegar cuando la elección popular se transforma en el mecanismo estrella para decidir todo tipo de cosas (es un dato que también puede interesarle al ministro Lavín, porque si lo que tenemos es falta de materia gris, no tiene mucho sentido preocuparse tanto de la calidad de la educación).

La cosa es que ni Spike ni el indio pícaro tienen nada que temer. El alcalde Pablo Zalaquett ha dicho que respetará los resultados de la votación; mal que mal, lo que está en juego es un deber sagrado.

Puede que me lo esté tomando demasiado en serio. Estamos por comenzar con los festejos del Bicentenario, y en una de ésas, éste es un adelanto de los espectáculos circenses que tendremos en septiembre. Además, venimos saliendo de un período eleccionario y con tanto candidato mendigando votos y aprobación, es imposible no creerse el cuento de que uno es importante y que puede opinar y decidir lo que sea.

La democracia tiende a generar una dulce ilusión: la de que todos somos iguales. Y su conclusión práctica más directa es que no hay nada que justifique que lo que yo piense, decida o haga merezca menos consideración que lo que piensa, decida o haga cualquier otro.

Es una ilusión, y por eso creemos en ella sólo por momentos; por ejemplo, cuando en alguna comparación llevamos todas las de perder (es lo que me pasa cuando mi marido me dice que soy tan linda como la Bolocco). El resto del tiempo nos aferramos a la realidad más evidente: somos francamente muy superiores al resto.

El problema de esta idea que flota en el ambiente es que impide echar pie atrás cuando se ha cometido la torpeza de someter a votación algo que debía definirse de otra forma. Porque hay sensibilidades de por medio: la de Spike, la del indio y,  para más remate, la de los votantes. Que Spike y el indio pícaro se vayan a pique no es tan grave, pero quién sabe cuántas otras cosas se determinarán de esta manera.

Lo terrible es que hay algunos que se empeñan ¡y en serio! por hacer realidad la ilusión de la igualdad. Y es terrible, porque si de nivelar se trata, el movimiento es siempre descendente. La única estrategia posible, entonces, para conseguir la nivelación es aboliendo cualquier asomo de excelencia (nada como el Estado para conseguirlo). Por eso, uno puede perdonar que alguien recurra a la idea de que somos iguales cuando ve amenazada su autoestima, pero más que eso…

Yo cortaría por lo sano y enterraría a Spike, al indio pícaro y a varios más de los candidatos, pero no en la cápsula, sino en algún lugar que asegure su descomposición.

Aunque a decir verdad, puede que sirva de advertencia a las futuras generaciones.

*Doctora (c) en Filosofía Pontificia Universidad Católica.

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